Ya en la calle el nº 1037

Quitarse los pedazos

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Pascual García ([email protected])

En aquellos días y en aquellos pueblos se daba la costumbre desagradable y ruin de quitarse los pedazos unos a otros, es decir, de hablar mal del prójimo como una especie de deporte nacional o local. Ahora, por fortuna, tenemos programas en la tele como Sálvame para hacernos el trabajo sucio y permitirnos presumir de honorables y prudentes mientras esgrimimos un mohín de desprecio y altivez a la vez, pero ningún buen lector negará que gran parte de la novela decimonónica europea es un inmenso patio de vecinos, desde Ana Karenina hasta La Regenta, desde Madame Bovary hasta Pepita Jiménez, un patio de vecinos, claro, con unas voces acordadas, elegantes, de un altísimo nivel poético y de una gran profundidad humana y psicológica, pero al cabo un excelso patio de vecinos en el que mujeres y hombres, damas y caballeros protagonizaban los dramas del corazón, de los lechos y de los salones más inesperados, truculentos y recónditos.

Pero en Moratalla y en otros pueblos la costumbre consistía en quitarse los pedazos de un modo metafórico, o hablar a esperfas, otra expresión de aquel tiempo, que no he conseguido iluminar etimológicamente.

Lo que sí es cierto es que se le atribuía esta inclinación o este defecto sobre todo a las mujeres, los hombres blasfemaban y maldecían, podían llegar al insulto o a las manos pero la norma no les achacaba una clara inclinación a la maledicencia, aunque todos sabemos que las calumnias y los chismes no tenían sexo.

Aun así las mujeres se cuidaban más de no exponerse al juicio público y popular   y cumplían con más rigor las normas no escritas sobre el decoro, la honradez y la decencia, casi como si estos asuntos solo les incumbieran a ellas aunque terminaran recayendo en la buena fama de sus hombres, algo parecido a lo que sucedía en las magníficas comedias barrocas de Lope en las que el honor de los caballeros lo dirimía la honra de las damas.

Moratalla era y es un pueblo pequeño donde se conocía todo el mundo y en el que todo terminaba por afectarles a todos. Las dimensiones influían necesariamente en este concepto estrecho de moral. Cualquier comentario o episodio podía sobredimensionarse y adquirir las proporciones de una leyenda o de un escándalo, y con los escándalos solo valía dejar pasar el tiempo y aguantarse. Ese era el momento en el que se quitaban los pedazos los unos a los otros como animales carroñeros del mismo  modo que hoy lo hacen personajes populares y de escasa entidad humana en esos programas de tono rosa y chismorreo de la televisión, porque todos necesitamos saber de las andanzas y aventuras de los otros, aunque nos empeñemos en mantener una actitud de serena discreción y prudencia sensata y en negar nuestro interés sobre la existencia del vecino.

Claro es que no todos ni todas eran iguales ni valían para este bajo ejercicio de la murmuración y el comadreo. Jamás oí a mi madre hablar mal de una persona ni he oído a mi actual pareja vituperar o censurar a nadie de malos modos, pero lo cierto es que en aquellos días de los que vengo escribiendo durante estos últimos años era una práctica habitual quitarle los pedazos a cualquiera por muy poco o por nada, a veces por una mera sospecha, por una pequeña venganza al modo inquisitorial de aquel siglo infausto y cruel o por un error que nunca llegaba a enmendarse pues el mal ya estaba hecho y no se podían retirar las palabras.

Es posible que hoy haya cambiado todo eso y que los jóvenes de Moratalla no metan sus narices en la vida de sus amigos y de sus compañeros, acaso porque las tienen buena parte del día dentro de las redes sociales donde sucede todo  y ya no disponen de tiempo para curiosear en otra parte.

 

 

 

 

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