Ya en la calle el nº 1040

Quique y los romanos

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

ANTONIO F. JIMÉNEZ

Hace tres primaveras, llegamos al pub Atomic en busca de Quique. Era ya la madrugada profunda y nos dijeron que allí lo veríamos. HorQuique Gonzalez Murcias antes habíamos estado en el Víctor Villegas. Yo estaba sentado al fondo del auditorio, en medio de dos tipos vestidos de romanos. Había una penumbra sugestiva y unas luces de humo mientras tocaba Quique. La gente no se percató mucho de que a mi lado hubiera dos personajes vestidos con túnicas. Yo tuve la oportunidad de ir como ellos. Horas antes, en el pueblo, ellos venían de una fiesta de despedida, precisamente al estilo romano, y habían pasado a por mí, ya con sus atuendos caseros, para ir al concierto de Quique González. Me dieron unos trapos para vestirme como ellos pero rehusé y entré al auditorio de normal. Ellos ya llevaban el morro caliente.
El público pidió ‘De haberlo sabido’ y Quique dijo: «Ahí va». Ése fue el último tema. Entre aplausos, encendieron las luces de espanto, esa luz que va de bohemia pero es fría e insensible y nos exclama que hasta aquí la ficción, o ya está bien la broma, o levanta el culo de la butaca, o me da lo mismo si te encandilo, lo que empieza ahora es la luminosa y limitada realidad. La gente comenzó a mirar lo extravagante de mis amigos. No recuerdo si hasta llevaban laurel. Me temo que sí. Al salir, yo me paré a hablar con un conocido que hacía tiempo que no veía. No le quitó la vista a mis amigos, que reían porque ya venían entonados desde el pueblo. Tuvimos una conversación trivial, fática, y nos despedimos fríamente. Aunque luego oí mi nombre desde la lejanía. Era él de nuevo y me acerqué y me dijo como en confidencia que Quique iba a estar dentro de un rato en Atomic. Le echó un último vistazo a mis colegas con la mirada extrañada. Cansa un poco que todo Cristo te mire por ir con dos tipos borrachuzos y vestidos como de romanos.
Llegamos a Atomic pero ninguno le vio. Antes habíamos estado dándole al vidrio de Levante. Nos apoyamos en la barra un poco derrotados, desazonados, como estafados, y nos pedimos la última. Pero fue ahí, en la tristeza del final de la noche, cuando le vimos de repente apoyarse en el otro extremo de la barra junto con dos chicas. Quique era un tipo bajito y con bigotes y perillas como los galos de la antigua Galia. En plan Astérix. No pudimos acercarnos a él y nos fuimos para la calle. Había que detener a ese galo cuando saliera. Así fue. Primero le asaltó mi primo Paco, que es fanático de Ford y del tema de Quique ‘Mi Ford Capri del 82’, diciéndole, con una naturalidad como si le conociera de toda la vida, que le encantaba esa canción. Quique nos contó entonces que una vez, cuando volvía con su viejo Capri de un bolo a las tantas de la madrugada, se salió de un camino, por el Valle del Pisueña, en Catabria, y al bajarse del coche, le encantó cómo olía el puto campo a esas horas. Luego llegaron los dos romanos. Mientras se liaba un petardo de los de la vieja Galia, Quique canturreó con ambos un par de frases suyas. Aquello fue surrealista. Quique tenía los ojos entornados y la nariz casi pegada a sus labios. Como un micrófono colgante. Nos echamos una foto rápida y medio movida y él se largó con las dos tipas. Los de entonces siempre habíamos soñado con una canción de Quique en la que hablase de nosotros y de aquella noche. Pero cuando se perdió por las sombras del callejón, yo me imaginé que, mientras las chicas le pellizcaban, él, Quique, con los ojos extasiados, sólo podría ya recordar aquella noche en que le dio gusto al pedal de su Ford Capri sin miedo a volar por los aires.

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