Ya en la calle el nº 1037

¡Que se besen los novios!

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Pascual García ([email protected])/ Francisca Fe Montoya
Gritábamos aquello con el entusiasmo ingenuo de los que todavía no estaban acostumbrados a los gestos amorosos en público. Sucedió durante mi infancia y yo asistí a la tímida apertura al principio de unos hábitos sociales y sentimentales que casi habían estado prohibidos algunos años atrás, porque yo nací con el desarrollismo, con el comienzo de ese aluvión de turistas que traían mucho dinero a la patria y un poco de desvergüenza, propia de sociedades liberales, laicas y licenciosas, y que de súbito nos convirtieron en un país distinto.


Torcimos el gesto al principio, y uno imagina al Generalísimo con cara de vinagre observando las escenas de las playas por el televisor: mujeres casi desnudas echadas sobre la arena rozándose con hombres que compartían el mismo espacio, sin pudor. Sin miramientos y sin recato. Poco tiempo atrás mis padres contaban que en El Somogil había turnos para que se bañaran convenientemente separados hombres y mujeres, como debía ser, por otra parte, de acuerdo con la doctrina, las normas y la moral cristiana.
Pero los turistas traían dinero, mucho dinero y ganas de gastarlo, y eso ya era otra cosa; así que hicimos la vista gorda y poco a poco fuimos acostumbrándonos al espectáculo hedonista de los baños en verano. Y de ahí pasamos al resto.
Yo todavía fui testigo de ancestrales parejas de novios que ni siquiera se daban la mano en el paseo, pero de repente, como en un tornado, muchachos y muchachas empezaron a abrazarse en la vía pública hasta el agobio, y lo que todo el mundo había hecho en la intimidad y en lo oscuro, comenzó a salir a la luz macilenta de las farolas en La Glorieta o en la Plaza de La Iglesia, porque lo del cine venía de muy antiguo y era de conocimiento general.
Dependiendo del grado de confianza o de compromiso, el brazo del muchacho atenazaba más o menos el cuello de la chica hasta que ambos caminaban casi soldados con una destreza inusual como animales bicéfalos y cuadrúpedos mientras exhibían al mundo su amor inexcusable. Había llegado a Moratalla la era de la promiscuidad, la liberación sexual y las nuevas maneras del cortejo, y aquello ya no se iría nunca, por fortuna.
En los convites de las bodas, con los primeros bocadillos y los primeros tercios de Mahou, la compaña se animaba y pedía con mucho énfasis que se besaran los novios, en los labios claro como, un rito del nuevo estado de los recién casados, que ya eran una misma carne y nada tenían que temer ni aparentar ni mucho menos de lo que avergonzarse, y nosotros, sus familiares y amigos nos solazábamos con su valiente demostración de amor del bueno, porque ya habían traspasado la frontera del pudor debido, de las formas que era preciso guardar y, siendo como ya eran un mismo ser, nada de lo que hicieran juntos y con gusto debía censurarse.
Era una época, por supuesto, de candores, con su poquito cinismo y su mucho de hipocresía, porque veníamos del peor de los tiempos y los que se habían salvado de perecer en el mar proceloso de la cursilería, de la simpleza y de las pamplinas que la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, con mayúsculas siempre, esparcía a modo de enseñanza y moralina entre la población más indefensa, analfabeta, idólatra y carente de sentido crítico, no muy diferente, por otro lado, de lo que hoy nos encontraríamos por la calle, esos que mantenían la mala costumbre de leer y razonar a un tiempo estaban más solos que la una y no tenían más remedio que unirse a la fiesta y gritar aquello tan infantil de que se besen los novios, que se besen, porque solo entonces tenían los novios derecho a besarse.
Era, qué duda cabe, un acontecimiento, el anticipo de lo que ocurriría unas horas más tarde sobre el inmaculado lecho nupcial cuyas sábanas la novia había bordado primorosamente durante meses con las iniciales de la pareja.
Se besaban delante de todos sin miedo y sin cortapisas, porque ya eran marido y mujer.
Hoy, cuando asisto a una boda, siento que resulta imprescindible ese protocolo carnal que ya es parte de la nostalgia y del folclore, que ya no es pertinente ni necesitan los novios para demostrar que son familia, pero que todo el mundo sigue pidiendo con una persistencia angelical y esperanzada.

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