Ya en la calle el nº 1040

Púas de zompo

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pedro Antonio Martínez Robles

El Tarrafeta tenía una herrería aledaña a lo que hoy es la plaza de la Constitución. Una herrería de fuelle y fogón en donde el hierro adquiría aquel rojo vivo, casi translúcido, que se deshacía en un chisporroteo humeante en el mismo instante en que entraba en el agua, después de ser moldeado a fuerza de yunque y martillo.

La plaza de la Constitución tenía en esos años el suelo de tierra pelada y una iluminación nocturna de cobre trenzado y pobreza en las esquinas, donde apenas resplandecía un par de bombillas desnudas con un amarillorde antorcha moribunda. Pero el ojo del hombre, que en aquel tiempo no conocía otra fuente de luz para las noches, tenía una agudeza diferente y aquello le bastaba. Tan cierto es lo que digo, que me acuerdo que el día en que instalaron las primeras farolas de mercurio, la luz blanca que ofrecían –que tan pobre se nos antojó pocos años después–  llegó a parecerme entonces de una intensidad cegadora que, en la dulce candidez de la infancia, no dudé en comparar con la claridad del día. Las cosas eran así: tierra en la mayoría de las calles y plazas, luces agónicas que apenas alumbraban, un herrero de fragua, yunque y martillo, capaz de encontrar tiempo para compaginar su trabajo con su actividad de músico en la Banda Municipal. Pero de aquel tiempo, que va tornándose ya de color sepia en mi cabeza, hay cosas que, de manera caprichosa, se me quedan más vivas que otras en la memoria y son, seguramente, la llave para abrir la puerta al resto de recuerdos que conservo. Yo sé que no me acordaría hoy del suelo terroso de la plaza de la Constitución, ni de su luz macilenta y miserable en las esquinas, ni de la fragua de fogón y fuelle, si no fuera porque una tarde de invierno, al salir de la escuela, llevé mi zomporecién comprado para que el Tarrafeta, músico y herrero, le arrebatara la virginidad de la púa que traía de fábrica para sustituirla por otra de factura artesanal, salida de su mano y de su fragua, pues era con aquellas púas con las que los zomposbailaban mejor. Toda esta secuencia de imágenes me vino a la cabeza hace tan sólo unos días, mientras veía a un chiquillo atareado en el intento de hacer bailar un zompo(que así llamábamos entonces en nuestra lengua vernácula al trompo) y esto me hace pensar que son, muchas veces, los pequeños detalles los que encadenan a nuestra memoria los recuerdos generales y una pequeña chispa, en el momento más inesperado, los desencadena.

 

18 de marzo de 2008

 

 

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