Pascual García (pasgarcia62@gmail.com)
En el patio que hay frente a la casa de mi infancia solían dormitar descuidados y holgazanes, mostrando sus vergüenzas sin empacho, algunos perros al sol o al resguardo del viento helado de febrero. Parecían inofensivos porque eran de pequeño tamaño y no tenían la boca demasiado agresiva pero recuerdo que un día me quedé mirando fijo a uno de ellos mientras daba buena cuenta de un hueso ya pelado y, de repente, sentí la quemazón de un mordisco raudo y doloroso que obró en mi ánimo como una vacuna contra el resto de los perros de mi vida, animales a los que respeto y quiero pero de los que no siempre me fío.
Poseían aquellos ejemplares una raza indefinida o ninguna raza y nosotros los llamábamos burreros o rateros, porque entre sus habilidades estaban la de ahuyentar a las ratas, y matarlas incluso, en los corrales de aquel barrio viejo o morderles las patas a los jumentos mientras subían cargados de hortalizas de la huerta, fatigados del viaje y ya en las últimas y empinadas cuestas del Castillo.
Eran pequeños pero tenían un carácter endiablado y había que guardarles el aire porque no admitían agasajos o mimos de algún desconocido; alguna vez también osé acariciarles el lomo mientras pasaba alguno por la Calle Curato, majestuoso y en silencio, y vi cómo se retorcía de repente con una agilidad insólita y mordía mi mano despiadado, la mano que había intentado disfrutar de la cálida suavidad de su pelaje.
Eran animales ariscos y enseñaban los dientes con la boca entreabierta, como si hubiesen nacido ya enfurecidos contra la propia vida aunque su apariencia fuese la de unos canes serenos y plácidos que no parecían querer nada con nadie. Ladraban, gruñían, hacían su trabajo en los corrales y con los burros que iban y venían de la huerta, atendían a sus amos benevolentes de los que les llegaba la comida y la bebida, se ahuyentaban espantados cuando oían la palabra picho y se largaban a esconderse en el interior de las casas. Eran asustadizos, imprevisibles y pertenecían al paisaje habitual de un pueblo varado en su propia historia, cuyas calles de barrio habían terminado perteneciéndonos a los muchachos que jugábamos a la pelota o al burro ensimismados y que apenas reparábamos en aquellos chuchos anónimos de estampa inofensiva aunque de temperamento vivo.
En el fondo eran semejantes en lo físico y en el carácter a los hombres del barrio, no muy altos pero broncos, decididos y duros, que afrontaban su existencia con arrestos y con paciencia y que al mal tiempo ponían buena cara. Sin pedrigree alguno, por supuesto, pero con la clase y el marchamo de los que habían sido educados en la calle y les tenían miedo a muy pocas cosas.
Con el paso del tiempo hemos adquirido cierta tendencia a rodearnos de lujo y de animales caros que nos otorgan un estatus elevado y distinguido; aborrecemos la vulgaridad y nos acogemos a las novedades a ultranza y a las rarezas sin cuento, de manera que en los últimos años proliferan entre nosotros perros de orígenes extravagantes, exóticos y casi fuera de lugar, pero de una estampa distinguida y bella, o fiera y violenta. Nos hemos olvidado de los chuchos callejeros y de su contrastada inteligencia y fidelidad. Buscamos con una obsesión casi segregacionista, que recuerda a caducas políticas fascistas, los ejemplares más depurados desde un punto de vista estético y de un gusto muy particular, nos ocupamos de su apareamiento, cuidamos su alimentación, los llevamos regularmente al veterinario y apenas los dejamos libres unos segundos para que no se mezclen sin control y de un modo desordenado con el resto de sus congéneres.
Pero aquellos perros del barrio del Castillo, gruñones, sobrios, apretados de carnes y útiles, ya no están con nosotros como no está aquel tiempo ni aquellos muchachos que jugaban en la calle todo el día sin pensar en el futuro.