Ya en la calle el nº 1037

Pendencias de mujeres

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Pascual García ([email protected])

Nací en un barrio humilde, como dicen los que no saben lo que es eso, aunque yo siempre he preferido usar la palabra pobre, porque refleja de un modo más fiel el estado social y económico de aquellas calles altas y empinadas que acababan junto a una fortaleza de origen medieval y muy cerca del cielo. Era un espacio de trabajadores del campo, temporeros, braceros y hombres sin un empleo y sueldo fijos, cuyas mujeres no sólo se ocupaban de llevar la casa y cuidar a los hijos, sino que además ayudaban a la familia con sus jornales durante las temporadas en las escasas fábricas de conservas que ha habido en Moratalla. Los muchachos asistíamos a la escuela durante el curso, aunque muchos dejaban de ir a una edad temprana para acompañar a sus padres en el trabajo o para buscarse uno propio en la serradoras que empezaban a proliferar por aquellos días.

Era un barrio de calles empedradas, cuyas casas apenas disponían de las comodidades y los avances tecnológicos, que estaban apareciendo en otras partes. Además, casi todas necesitaban de un corral para el ganado, la burra o unas pocas gallinas que nos aprovisionaban de huevos. El deterioro de las fachadas   era patente y era preciso arreglar los tejados cada otoño, porque en la  época de lluvias solía haber goteras en las cámaras y en los pisos superiores.

La vida sucedía en la calle buena parte del día y, en verano, también por la noche, en las largas trasnochadas bajo la bombilla mortecina que pretendía iluminar el patio diminuto que había frente a mi casa. Los hombres hablaban fuerte y, en ocasiones, de manera brusca, pero eran las mujeres las que más a menudo se enfrascaban en discusiones monumentales que casi siempre terminaban en grescas de alta intensidad, peleas en toda regla, con los brazos en jarras, el moño alto y la determinación de ofenderse recíprocamente, como auténticas verduleras, en el calentón de la algazara, mientras salían a relucir los trapos sucios de la una y de la otra, y los gritos subían calle Castellar arriba o bajaban por la cuesta de La Torres o circulaban por la Calle Curato hasta el Patio del Belenes.

No les faltaba temperamento a las mujeres del Castillo y no se dejaban amilanar por palabras gruesas, insultos varios o amenazas físicas, mientras los maridos callaban e intentaban no intervenir en aquellas reyertas espontáneas y repentinas en las que sus esposas soltaban la bilis acumulada durante semanas y meses, el rencor viejo y podrido de la vecindad forzosa, el resentimiento espeso por la que dejaba sin barrer la calle, echaba el agua sucia en la puerta, retiraba el saludo a conveniencia o cuchicheaba con otras vecinas de un modo sospechoso.

Luego, volvía la paz al barrio, aunque durante meses dejaban de hablarse las interfectas y mostraban la una por la otra la más absoluta indiferencia cuando se encontraban en la calle o en la tienda de la María del Ginés.

Únicamente mi madre fue la excepción de aquella regla. Nunca levantó la voz contra nadie ni blasfemó ni hizo aspaviento alguno. No era mujer de condición grosera, sino todo lo contrario, elegante y discreta, y le gustaba estar siempre en su sitio. Sin embargo, en mi primer día de párvulos, fui acusado a la salida de la escuela de haber sustraído el lápiz de un compañero que, además, vivía muy cerca de mi casa. Mi madre no se arredró. Abrió mi cartera y vació todo su contenido delante de la otra madre para que comprobara el objeto del hurto, pero allí sólo aparecieron mis cosas: un cuaderno, una cartilla de lectura, una goma, un sacapuntas y un lápiz. Todo de mi posesión. La otra calló, torció el morro y se fue sin disculparse. A pesar de la cercanía de los domicilios, mi madre, fiel a sus principios y de un carácter dulce e inquebrantable a un tiempo, nunca más volvió a dirigirle la palabra.

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