Pascual García. Noche enjoyada de estrellas

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Pascual García

Las noches del Santo Cristo para los muchachos y las muchachas de aquellos años reunían el encanto del clima dulce y del aire perfumado del verano, de la paz de los días sin obligaciones y de la juventud recién llegada, olía a jazmines, a dompedros y a galanes de noche en los paseos nocturnos por la Glorieta, donde se dirimían los asuntos sentimentales del futuro, pero había algo más, porque después de pasar todo el día corriendo calle abajo y calle arriba delante de las vacas, después de cruzar la calle Mayor en varias ocasiones y subir hasta El Cañico para beber agua muertos de sed, después de escalar por los palos de los boquetes a donde nos encaramábamos para evitar el peligro de las bestias, después de sudar en abundancia por el esfuerzo de las carreras y el ajetreo, golpearnos entre nosotros cuando intentábamos zafarnos de las vacas, cuando aguantábamos subidos y agarrados a las rejas de la Calle Mayor, cuando entrábamos con violencia entre los hierros de las puertas de los bares o nos metíamos en un portal cualquiera para huir de los animales y nos lo encontrábamos repleto, después de soportar el miedo y la tensión de un día cualquiera, constituía un verdadero placer lavarnos a última hora de la tarde para quitarnos el sudor y la mugre del día mientras nuestra madre nos amanaba el pantalón y la camisa nuevos que nos había comprado ese año para ir a la fiesta e iba preparándonos la cena que nos colocaba sobre la mesa de la cocina.

Aquella noche salíamos a dar una vuelta a La Glorieta felices por disfrutar de la magia de la velada, a tomarnos un helado y acompañar a nuestra novia de siempre a la carretera donde sonaba la barahúnda de la feria, y de los que cenaban en las terrazas al fresco antes de que empezaran las actuaciones cuyo abono habíamos comprado el primer día para no quedarnos sin él.

La noche iba enjoyándose de estrellas y de aromas inéditos porque el verano inauguraba un sinfín de sensaciones para las que no siempre teníamos un nombre concreto, pero sabíamos que éramos felices, porque eso se sabe sin necesidad de pensar mucho, porque ya habíamos acabado el curso, porque habíamos cogido los albaricoques y nos habían pagado los jornales, y por delante aún quedaban tres meses de asueto antes de que llegara el fatídico septiembre para soñar despacio y malgastar los días, y sabíamos que aquella noche meteríamos de rondón en el recinto de las actuaciones una botella de ginebra, o de lo que fuera aquello que habíamos comprado muy barato y algún refresco para combinar, nos sentaríamos todos los amigos a una mesa con el empaque de los que lo habíamos pagado todo y nos prepararíamos los cubatas pertinentes, mientras ella, tal vez, estuviera con su familia en una mesa del fondo ataviada con un vestido vaporoso y peinada con una cola de caballo rubia, sobre un rostro de porcelana donde relumbraban dos ojos como dos topacios azules, tan ajena a nuestra presencia como una princesa medieval.

Yo ya era feliz con verla alguna vez durante la noche con el espíritu resignado de un amante cortés que se conforma con la imagen de la amada, con distinguirla entre la gente, aunque estuviera con los suyos y no atendiera a otra cosa que a la dicha de la velada, a su propio júbilo, mientras pasaban las horas, nos bebíamos los cubatas, empezaba la actuación y con ella el frío indisimulado de todos los años, porque siempre hemos pasado frío a altas horas de la noche en el recinto del campo de fútbol o en lo del Urbano, aunque fuera un frío gustoso, un frío que recordamos con nostalgia sin duda.

La noche era venturosa y terminaba muy tarde, volvíamos a casa endormiscados pero felices porque aún quedaban seis días para disfrutar de las noches y las fiestas solo habían empezado, al día siguiente sería un día semejante y tornaríamos a albergar la esperanza de que volveríamos a verla y tal vez en esta ocasión todo fuera diferente, quién sabe.

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