Pedro Antonio Martínez Robles
El sábado pasado asistí a la celebración de un acontecimiento social de cierta relevancia, y en el aperitivo previo al ágape que tanto se usa ahora, llamaron mi atención dos chiquillas que recogían de las mesas los pequeños pinchos de plástico utilizados para ensartar las tapas, buscando en ellos, seguramente, utilidad para algún juego. Sus padres, de haber advertido esta conducta, probablemente las habrían reprendido. Al acercarse a la mesa que yo ocupaba y notar que las observaba, las chiquillas me miraron con cierto recelo y esa candidez turbadora con que miran los críos cuando son sorprendidos en un acto que no comprenden bien si es “correcto” o no. Finalmente, recogieron los pinchos de plástico y se fueron.
Vino entonces a mi memoria un acto parecido que yo practicaba cuando era crío, y, como yo, lo practicaba la mayor parte de mis coetáneos y que era mucho menos higiénico que el que realizaba este par de chiquillas, si bien, en el tiempo aquel, éramos todos mucho menos remilgados que hoy y más condescendientes con estas cosas de los críos. Esta práctica de la que hablo consistía en ir recogiendo de las proximidades de la heladería los palillos de polo que la gente arrojaba entonces sin ningún miramiento al suelo. Había palillos en abundancia, pues en aquella época poco más que polos se podía encontrar en las heladerías, salvo granizado de limón (que era de verdad), y cortes de turrón, vainilla y tutifruti. Aquellos palillos eran largos, planos, de un dedo de anchura y buena madera. Con ellos había quien usaba gran maña, y con una pericia extraordinaria, trenzando pacientemente los palillos, fabricaba auténticas obras de arte: casas, torres, puentes, empalizadas de fortalezas… Esta práctica –y otras semejantes– que tanto contribuía a desarrollar la imaginación y que estaba producida por la escasez de juguetes y la abundancia de tiempo ha caído hoy en desuso. Y yo no sé si esto es bueno o es malo, pero lo que sí tengo por cierto es que aquellas obras de ingeniería sólo pueden nacer de la dificultad, pues como decía Pepe “El Chipilín”, tristemente fallecido hace apenas tres semanas, “el hambre hace ingenieros”.
21 de enero de 2009