Jesús Rodríguez Sánchez
Hace pocas semanas quedamos con unos amigos en uno de los lugares para mí, más bonitos de nuestras comarcas, el nacimiento del río Quípar junto a la aldea de La Junquera, Caravaca. Al poco de cruzar los correspondientes saludos, empezamos a notar que el aire no olía como habitualmente, no. ¡Olía a granja de cerdos! Miramos a nuestro alrededor y sólo vimos las casas, y aledañas a ellas, una planta de energía solar de mediano tamaño.
¡Vaya!, pensé, qué mala suerte para la gente que ha decidido vivir en el campo por diferentes motivos, entre ellos, el aire sano e impoluto. También para los que trabajan en la agricultura o la ganadería y tienen aquí su espacio de trabajo; ellos estoy seguro, también aprecian la calidad del aire, que ahora sólo pueden disfrutar cuando el viento no les trae los aromas porcinos.
Iniciamos el recorrido que pasando junto al cortijo del Perigallo, nos llevaría a la Capellanía y especialmente, al castillo de Los Poyos de Celda. El camino discurre entre campos de cereal, salpicados de viejas encinas dispersas que recuerdan a las dehesas extremeñas. Las calandrias no dejaban de cantar; confiábamos también, aunque no tuvimos esa extraordinaria suerte, vislumbrar algún sisón cantando en medio de algún sembrado o de las rizas que este año han crecido bastante. Siempre he considerado aquella zona, una de mis preferidas dentro del término caravaqueño.
Subimos a las caídas ruinas de lo que en otro tiempo fue un castillo musulmán, recordando la primera vez que lo visitamos junto al profesor e historiador local y gran persona, Gregorio Sánchez Romero.
Las vistas desde una de las torres es increíblemente bella: el cerro del Carro, los extensos campos de cereal, la huerta de la aldea, el afloramiento triásico, la ermita… y en dirección a la sierra de Mojantes, el posible origen del pésimo olor que sufrimos en La Junquera, una enorme planta de producción de cerdos a gran escala, porque aquello es más que una macrogranja. Creo que ni entre todos los habitantes de las comarcas, yo incluido, seríamos capaces de comernos en un año, todos los jamones, lomos y demás productos de los cerdos que aquí se engordan.
En fin, sin entrar en el hecho de que desde la revolución del Neolítico provocada por la invención de la agricultura y la ganadería, los humanos no hemos hecho más que transformar el paisaje, ahora que ya somos, o eso creo, conscientes del precio que conlleva esa transformación en pérdida de biodiversidad, quizás haya llegado ya el momento de pararnos a pensar seriamente, qué nivel de calidad de vida queremos nosotros, y sobretodo, que nivel de vida pretendemos dejar a los que nos sucedan. Aunque puede ser que la interpretación de lo que significa “calidad de vida”, sea extremadamente distinta para unos y para otros.
En cualquier caso, la biodiversidad no es interpretable, sino absolutamente fundamental para garantizar lo que yo llamo “condiciones de habitabilidad” del planeta.