Ya en la calle el nº 1040

Paco Fernández, archivero y mucho más

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

José Antonio Melgares Guerrero

Cronista Oficial de Caravaca y de la región de Murcia.

Con su discreción habitual de la que siempre hizo gala, se nos ha ido nuestro  Archivero Municipal. Tampoco a la hora de la muerte ha querido molestar a nadie. Ha partido de madrugada, en plena y obligatoria confinación doméstica por causa de la terrible pandemia de “coronavirus” que afecta al mundo entero, y también a Caravaca. Su capilla ardiente permanecerá en silencio, y sólo su mujer y unos cuantos profesionales y amigos le conducirán al sepulcro, como viene siendo habitual desde que se decretó el Estado de Alarma en España.

Quizás él, en su tremenda discreción, habría deseado una despedida así, pero nunca habríamos pensado sus colegas y amigos no poder despedirlo con el agradecimiento y cariño que merecía. Ni darle un gran abrazo a Carmen, su esposa, y también su apoyo y estímulo durante los días buenos y los de la larga y traicionera enfermedad que ha acabado arrebatándolo de nuestro lado.

Paco fue un hombre profesionalmente entregado en cuerpo y alma a su trabajo. Vivía el Archivo como algo suyo. Aquel habitáculo tan poco espacioso, en la planta baja de la Casa de la Cultura, junto al Templete, era como una habitación más de su propio domicilio. Un espacio del que se desprenden conocimientos. Donde se huele a él y donde lo recordaré en adelante tras su mesa, frente al ordenador siempre encendido, y dispuesto a recibir información por insignificante que pudiera parecer. Aquel espacio lleno de sabiduría, con aromas a papel y a libros viejos, será muy difícil imaginarlo sin Paco, en adelante. Había impuesto su impronta en los archivadores, en las estanterías, en los muros casi sin espacio en blanco. Y en aquel aparente desorden en que él sabía donde estaba cada cosa, cada libro, cada documento y cada fotografía; su presencia aportaba serenidad, confianza y hasta cariño a quienes llegábamos con preguntas, comentarios, hipótesis o en busca de consejo.

En su particular “santuario”, donde se rendía culto al conocimiento histórico, siempre estuvo atento a complacer a cuantos le buscábamos en respuesta de dudas, fuéramos de la ciudad o forasteros. Y cuando no estaba seguro de algo, nos llamaba a otros vinculados a la profesión, para poder satisfacer a quien pedía esa ayuda. Guardó el secreto profesional cuando fue necesario hacerlo, y lo hizo como un caballero, con un esbozo de sonrisa en los labios, pero con la firmeza de un hombre íntegro que no temía a amenazas que nunca llegaron a nada.

Siempre recibió a los investigadores sin prisa, incluso fuera de horario, escuchando con paciencia  las preguntas más disparatadas (que sé las hubo). Su aspecto tranquilo inspiraba confianza. El interlocutor sabía que el archivero lo escuchaba, y tras aquella mirada azul (nada escrutadora), hilvanaba la contestación, siempre rigurosa y comprensible para quien llegaba a su despacho en busca de aclaraciones históricas y de la más variada naturaleza, porque “el archivero” lo sabía todo, o debía saberlo todo según la mentalidad popular.

Enriqueció el Archivo en la medida de sus posibilidades. No pudo ensanchar convenientemente el espacio físico, a pesar de las muchas promesas de concejales y alcaldes, pero recogió y ordenó con mimo toda la información escrita y virtual que le llegaba; e incluso llegó a formar una muy importante colección de fotografías antiguas que suponen el álbum familiar de Caravaca, unas en papel y otras escaneadas y debidamente procesadas en su ordenador.

Y no se quedó para sí mismo con lo conocido por la información documental, por deleite personal o como un coleccionista del saber local, sino que llevó a cabo una ingente labor de publicación de textos científicos y de divulgación, no solo en libro, sino en artículos y colaboraciones en revistas y periódicos en los que nunca dejó de colaborar, de manera totalmente desinteresada.

 

Paco Fernández tocaba “todos los palos” de la historia local. Nada le venía grande y con todo se atrevió. Cuando escribía de la fiesta de los toros, su gran afición, heredada de su padre, lo hacía aumentando al rigor histórico su pasión personal, consiguiendo así un libro que en muchos lugares quisieran tener sobre la tauromaquia caravaqueña, imposible de superar. Y cuando lo hizo del complejo mundo de la “Fiesta”, se entregó con la misma pasión como caballista siempre en activo, y no sólo desde la teoría sino como presidente del Bando, como autor del proyecto museográfico del Museo y como activo colaborador en el expediente para la declaración del Festejo como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, que él no vera con sus ojos terrenos pero que un día celebrará con nosotros, en otra dimensión, en la otra orilla, donde algún día todos acabaremos encontrándonos.

Para terminar, no quiero dejar de comentar su afición al cine y su disposición y entrega para que el Thuillier tuviera siempre una programación digna de los gustos locales, incluso manejando máquinas de proyectar, en desuso, que permitían la contemplación de documentales ya “históricos” a los que tan aficionados somos los de aquí, sobre todo los referentes al mundo de la Fiesta.

Por todo lo dicho, y por muchas cosas más, te vamos a echar mucho de menos en Caravaca en adelante, Paco. Tu silenciosa presencia en tantos y tan diferentes sitios. Tu apoyo incondicional en el Archivo, y tu compañía en la distancia, pero sabiendo que estabas. Tu serenidad contagiosa. Tu mirada limpia y tantas cosas más serán muy difíciles de sustituir. Descansa en Paz Paco, la paz que merecéis los grandes.

 

 

 

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