Nuestro derecho inalienable a mentir por Pascual García

"Reconozco que nunca me gustaron del todo los que defendían a ultranza la verdad, como si solo ellos estuvieran en el secreto de la misma, como si fuese un valor absoluto"

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Pascual García ([email protected])

En ocasiones creo que aún nos queda un derecho primitivo, casi animal, a mentir, a decir las cosas de una manera diferente a como han sido, sin que nadie deba censurarnos por esto.

Siempre nos hemos atenido a ciertos códigos morales, emanados de principios religiosos casi siempre. Prohibir la mentira, castigarla en cierta manera es someter a nuestro prójimo a una sola verdad, a un exclusivo modelo de certezas que muy probablemente no será el único ni el mejor.

Yo creo que no decimos la verdad, cuando la ley y nuestros propios escrúpulos nos lo permiten, para liberarnos del yugo de una cultura que debería estar siempre en permanente evolución, o solo para ejercer nuestro derecho a la libertad, para decir que no a cualquier evidencia, para jugarnos el tipo y echar por un camino diferente al del resto de nuestros semejantes.

Algo de revolución y de espíritu romántico hay en nuestras mentiras, cuando son intencionadas, cuando revelan otros universos y otros paisajes. Y, sin embargo, los puritanos se resisten a apoyar las falacias, tal vez porque viven con el convencimiento de que solo ellos poseen las evidencias y solo ellos tienen el derecho sagrado de gestionarlas, como si cualquier ser humano con un mínimo de lucidez fuera capaz de estar seguro, de afirmar categóricamente un axioma cualquiera.

El amor de los poetas clásicos no siempre ha tenido un referente físico concreto aunque la leyenda lo indique, y así es posible que ni Juan Ruiz en plena Edad Media ni Francisco de Quevedo en el barroco, con esos terribles complejos de poeta cojo, miope y feo le cantaran en realidad a una mujer de carne y hueso, porque tal vez fuera todo una mera convención, un juego de palabras y de ideas o una especie de hermosa mentira poética, como lo fue el amor de don Quijote por Dulcinea o el de otros muchos poetas por sus respectivas damas en la ficción, que es un manera delicada y elegante de llamar a las mentiras de la literatura. Vargas Llosa escribió un célebre libro de ensayos cuyo título es La verdad de las mentiras, y de este modo se refería a la literatura, ese mundo de bellos engaños, dulces patrañas y cuentos sin fin con los que la embaucadora, bella y exquisita Sherezade logró engañar al sultán que pretendía matarla como ya había hecho antes con tres mil mujeres y así demostró entre otras cosas el poder infinito de la literatura como lo demostraría más tarde Cervantes con El Quijote.

Reconozco que nunca me gustaron del todo los que defendían a ultranza la verdad, como si solo ellos estuvieran en el secreto de la misma, como si fuese un valor absoluto, porque para un lector de experiencia y un escritor humilde pero apasionado como creo serlo yo, el poder misterioso y taumatúrgico de la palabra lo es casi todo, nada parece estar fuera de su alcance, con la palabra curamos, nos declaramos y conquistamos a la mujer que nos hará felices, convencemos a los demás, trabajamos y nos vamos creando nuestro propio relato hasta construir la vida entera.

Si mentimos, si elaboramos otras formas de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos no es siempre porque intentemos engañar o defraudar a los otros, no es una mera cuestión ética, sino porque somos conscientes de que hay tantas creencias y focos como personas y que una sola no parece bastante. La vida es corta, a veces aburrida y decepcionante y se nos va a manos llenas, sin quererlo, de manera que no es tarea vana ni perversa idear una nueva y distinta, proponer tentativas o relatos que los simples se empeñan en llamar embustes porque no ven más allá de sus narices. El mundo ha sido siempre para los osados, para los que apostaron por otros modos no tan seguros e imaginaron la otra cara de la luna. Y nunca se arredraron por una trola más o menos ni huyeron del todo de la mendacidad y los inventos, sino más bien todo lo contrario, se apuntaron al juego de contar mentiras, tralará, para que todo fuera más divertido y tal vez también, más humano.

Reivindiquemos, pues, nuestro derecho inalienable a las mentiras y sigamos buscando la verdad.

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