Ya en la calle el nº 1040

Mis manos en su cintura

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

Habíamos aprobado la Selectividad todos y, desde luego, estábamos muy contentos. Habíamos empezado juntos en Caravaca mezclados con otros pueblos del Noroeste, y no peco de chauvinista si aclaro que los estudiantes de Moratalla habíamos destacado desde siempre, en buenas notas, en excelente comportamiento y en humanidad, en general. En septiembre cada uno de nosotros emprendería un rumbo diferente en distintas universidades, aunque la mayoría acabaríamos en Murcia.
A finales de junio decidimos celebrar una pequeña fiesta para despedirnos debidamente, aunque por aquel entonces las fiestas de estudiantes no eran tan frecuentes como ahora. La cosa fue sencilla y barata: vino, cerveza, gaseosa y algo de picar bastó como pretexto para reunirnos, poner música y bailar, repetir hasta la extenuación las viejas y manidas anécdotas de los largos años del BUP, reiterar los chistes y las frases hechas y crear la atmósfera adecuada para que la noche se convirtiera en inolvidable.
Por aquellos años todavía se estilaba poner canciones de ritmo lento para bailar abrazados, que, en el fondo, era lo que casi todos deseábamos, eso sí con la persona idónea, con aquella muchacha o aquel muchacho del que más próximos nos habíamos sentido en los cuatro extensos años de nuestra adolescencia. En principio las elecciones parecieron azarosas y cada uno se encontró agarrado a quien tenía más cerca, pero la casualidad y el destino suelen jugar con nosotros en muchas ocasiones aunque no lo creamos del todo.

De repente me vi bailando con la muchacha que había constituido durante toda esa densa etapa de la secundaria el sueño de mis noches y de mis días de amor. Pasados los años sería incapaz de aducir alguna prenda física particularmente destacable, pero en aquellos días no cesaba de admirarla en secreto, de observar cada uno de sus gestos, sobre todo cuando el profesor la sacaba a la pizarra, y, sin embargo, aún hoy no creo que ella sepa nada de mi pasión anónima, pues jamás le dije ni una palabra al respecto. Mi timidez resultaba apabullante y apenas me permitía ser una mínima parte de la persona que yo deseaba mostrar.
De manera que la damisela de mis desvelos se encontraba asida a mí, sus brazos en mi cuello, mientras que mis manos la cogían por la cintura como era preceptivo. De lo que no me acuerdo en absoluto, y supongo que todo el mundo lo entenderá, es de la canción que sonaba mientras bailábamos por primera y única vez en nuestra vida.
Pero lo fascinante de este encuentro casual residió en la duración del baile, pues supongo que en algún instante cambiarían el disco o la cinta del casete, aunque nosotros, ajenos al mundo y a la sala donde bailaban el resto de nuestros compañeros, anduvimos moviéndonos al son de la música y agarrados casi hasta el final de la noche, absortos en una intimidad que no habíamos tenido nunca y que, por lo mismo, era increíble e inaudita, al menos para mí. La música fue todo el rato la misma y fue otra, como el perfume de la muchacha y las pecas adolescentes de su rostro muy cerca de mi rostro; su cintura adoptaba las formas mágicas de un regalo corporal que mis manos acariciaban con cierta incredulidad pero gozosas sin duda.
Como ocurre en ciertos momentos decisivos, uno reflexiona, por desgracia, a toro pasado y llega a la triste conclusión de que el prodigio de aquel efímero y, sin embargo, poderoso idilio se desvaneció de súbito al término de la velada por falta de atención, por negligencia y por dejadez, porque recuerdo, y es mi último recuerdo antes de entrar de lleno en el ámbito universitario y en la madurez definitiva, que sus brazos no se descolgaron de mi cuello en toda la noche y que mis manos, como en la popular canción, sujetaban su cintura que persistía en el ritmo de la noche, porque, a buen seguro y ahora lo entiendo, tampoco ella quería que todo aquello acabase nunca.

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