Ya en la calle el nº 1040

Mis hijos son mejores que yo

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA
Llega un momento en la vida de un hombre, sobre todo si es padre, en que no le queda más remedio que admitir, para ser justo y honrado consigo mismo y con los demás, que sus hijos son mejores en todo de lo que él ha sido nunca, porque de lo contrario tendrá que aceptar por añadidura que en el fondo ha fracasado como padre. Yo tengo la satisfacción de constatar esta máxima día a día, no solo con las notas de clase a final de cada curso, con los hábitos sociales de mis hijos o con sus muchas y excelentes amistades, sino con su propia forma de ser. Ahora bien, tener el valor de confesarlo y, sobre todo, de confesárselo a ellos es ya otra cosa.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA
Mis hijos son mejores que yoLlega un momento en la vida de un hombre, sobre todo si es padre, en que no le queda más remedio que admitir, para ser justo y honrado consigo mismo y con los demás, que sus hijos son mejores en todo de lo que él ha sido nunca, porque de lo contrario tendrá que aceptar por añadidura que en el fondo ha fracasado como padre. Yo tengo la satisfacción de constatar esta máxima día a día, no solo con las notas de clase a final de cada curso, con los hábitos sociales de mis hijos o con sus muchas y excelentes amistades, sino con su propia forma de ser. Ahora bien, tener el valor de confesarlo y, sobre todo, de confesárselo a ellos es ya otra cosa.
Nos olvidamos muy a menudo de que la vida fluye y de que las generaciones se suceden unas a otras con el propósito inalienable de mejorar en todo lo posible, porque corre por nuestra sangre el afán de superación y el ansia de progreso y la necesidad de que nuestra civilización sea mejor cada día.
Un hijo ha de ser mejor que el padre por obligación, y está llamado a desempeñar un papel más importante en la vida y a desarrollar aptitudes y excelencias que su progenitor ni siquiera soñó. Así me lo transmitieron en mi casa desde muy pequeño, aunque mi padre se resistió siempre a dar su brazo a torcer. Ese momento mágico en que los que te han traído al mundo, te han cuidado y te han educado te sueltan de una manera definitiva de sus manos para que tú elijas libremente no es fácil, por supuesto. Ahora que me está pasando a mí con mis hijos, lo entiendo del todo. Es como cerrar los ojos y fiarse de las indicaciones de la persona que va a tu lado. Éste es el momento en que se pone a prueba todo lo que hemos ido transmitiéndoles su madre y yo durante casi dos décadas.
Aunque tengo mi orgullo, o justamente porque lo tengo, he sabido desde los primeros meses que mi hijo, y después mi hija, habrían de superarme en todo, porque habían venido al mundo para regenerar mi estirpe y la de su madre, por fortuna, y porque los dos nos ocuparíamos de que no les faltaran apoyo ni ocasiones para demostrar sus méritos.
La segunda parte me tocaba a mí, nos tocaba a su madre y a mí. Reconocer y aplaudir todos y cada uno de sus logros, no como una consecuencia natural de nuestra influencia, sino como producto de su nobleza y de su buen hacer. Ni a su madre ni a mí nos ha costado trabajo nunca alabarlos en cada uno de sus éxitos, como no nos costó tampoco trabajo censurarles sus yerros o sus descuidos. No ha sido fácil, en absoluto, llegar hasta aquí. Recuerdo que muchas tardes venía mi esposa con ellos cogidos de la mano y yo, que estaba escribiendo en mi despacho con la ventana abierta, la oía renegarles porque habían cometido alguna travesura. Yo los esperaba con muchas ganas de abrazarlos, pero entonces escuchaba a su madre que les decía en voz alta: “¡Ya veréis cuando se lo diga a vuestro padre…!” Y yo ya sabía que debía abrirles la puerta, atender a las reprobaciones de la madre e imponer mi autoridad y mi disciplina de padre y, si al caso, venía, determinar el castigo o la sanción pertinente. En fin, que se me había fastidiado la esperanza de abrazarlos con alegría.
Digo esto, porque educar es un ejercicio duro e incómodo siempre, pero, a la larga, muy satisfactorio y suele dar excelentes resultados.
Ahora que mi hijo se va a Madrid a estudiar y que mi hija entra en el último curso de Bachillerato, puedo decir aquello de que lo he conseguido y de que ambos son mejores que nosotros, por fortuna.

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