ANTONIO F. JIMÉNEZ
Una teta se le asoma a marzo, república del año. Marzo que te quiero marzo. Así de cálido, así de frío. Una teta oblonga y rosada, una nube buena y humana pintada en los libros. Soplas nuevos vientos, irradias familias de azules, dibujas lluvias lilas con el sol fuera. Traes un desahogo de manga corta todavía tímido entre los helores asentados de la estación que ya despides, a la que empujan los pájaros y arrastran las vaeras. Regalas al campesino una sorpresa blanca de flor, una germinación de copos violáceos en las ramas de sus almendros. Y en los parques propones una prolongación triste y sin embargo alegre del amarillo atardecer. Tú ya le has echado la cuerda al sol para que lo terminen de arrimar los meses que te siguen. Pero no eres tú el buen tiempo definitivo. Que una vez jugaste con lo impredecible. Llegó tu veintiuno al Noroeste en forma de nieve. En la noche, brillaban anaranjados los solares y los tejados, como un vómito repentino de la involución. Marzo que te quiero marzo. Así de confuso, así de blanco. En las azoteas eres las sábanas venteadas, de un azul mariano, que huele a tulipán. Aunque amanezca nublado, tus noches te las pisan con timidez los hombres, prólogo de las caminatas veraniegas. Aunque amanezca el día neblinoso, huelen las cosas de la tierra, y parece como si “uno estuviera estrenando el mundo”, dijo el cazador que escribía. Marzo que te quiero marzo. Traes un viento al fin de caricias. Mandas abrir las terrazas y nos pones una cerveza, como una amante, en la mesa. Miras las altas torres que ya fecundas de verde. Verde que te quiero verde. Vienes con tu república estacional y tu teta fuera, y nos haces libres cuando aspiramos el profundo mentol del mundo, que ya no se reduce a un mero pistolín.