Ya en la calle el nº 1040

Los últimos plañideros

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pedro Antonio Martínez Robles

Tengo una vaga imagen de una escena de una película de los años 40 o 50 en la que vi por primera vez un coro de plañideras llorando un cadáver. Yo era muy joven y no conocía este curioso empleo de mujeres que se dedicaban a llorar a los difuntos, tal vez por un mezquino estipendio, en aquellos oscuros años de la hambruna, y alguien debió darme la explicación. A lo largo de mi vida he estado en muchos velatorios y jamás he presenciado un coro de plañideras (siempre han llorado a sus muertos los familiares y algún amigo con una respetuosa y silenciosa entrega), por lo que la imagen de aquella remota película quedó grabada en mí como una pura anécdota. Hasta que hace unos días, en una tarde de vientos fríos, el Conde Macas, barbero de profesión en sus mejores tiempos, me contó al socaire de una esquina una de las muchas curiosidades que ha vivido a lo largo de su vida, algunas de ellas asombrosamente extravagantes. En esta ocasión me dijo que fue contratado, junto a Carlos el Piñera, para llorarle a una difunta sin hijos cuya identidad ocultaré a medias por delicadeza y que era, a la sazón, dueña del local donde él tenía la barbería. De su viudo, hombre precavido y de profesión carpintero, se decía que había construido un par de ataúdes que tenía colgados en la cámara, entre las ristras de mazorcas, pimientos y chorizos de matanza, para cuando llegara el infalible momento, pues no quería que la muerte les pillara desprevenidos ni a su esposa ni a él, sin una barca decente para cruzar el Aqueronte. Pero de ahí a contratar a un par de plañideros en estos tiempos casi de ahora…

En aquella sesión de llantos y lamentos retribuidos, me decía el Conde Macas que para reforzar los gemidos y suspiros y hacerlos más creíbles, intercalaban de vez en cuando algún comentario lastimero: <<¡Ay, Paca! –me cuenta el Conde Macas que decía–. ¡Ya no me podrás cobrar más el alquiler de la barbería!>>. <<¡Ay, Paca! –me cuenta el Conde Macas que se lamentaba Carlos en medio de sus sollozos–. ¡Te has ido sin que te dé tiempo a pagarme el último motocarro de leña que te traje!>>.

Esta situación, por esperpéntica que parezca, no deja de ser, en el fondo conmovedora, pues quería el bueno de su difunto que los llantos por su finada esposa fueran más allá de los que él pudiera tributarle, al margen de los sentimientos verdaderos de quienes acudieron a llorarla por la compensación económica de 500 o 1.000 pesetas de la época (no recuerdo bien la cantidad que el Conde Macas introdujo en su relato); pero, como suele ocurrir con casi todos los que tributan homenajes, nadie queda al final para ofrecerles a ellos los esfuerzos y atenciones que estos han derrochado con los demás, y es más que probable que para el viudo de Paca, llegado el día de su último viaje, no quedaran ya ánimos ni plañideros que llorarle. Pero estoy seguro de que eso es lo que menos debía importarle.

 

 

 

 

Calasparra, 5 de enero de 2020

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