Ya en la calle el nº 1037

Los baños en el Río Segura

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Pedro Antonio Martínez Robles

De todas las conductas personales, más o menos públicas, una de las más curiosas que recuerdo es la que compartían el maestro de música Paco Galindo y su coetáneo Martínez, que tenían la costumbre de ir andando todos los días hasta la ribera del río Segura; pero esta costumbre no sería nada en la memoria hoy si no hubiera tenido su toque personal y hasta ahora irrepetible. Jamás bajaban juntos la Cuesta de la Conejera que conduce hasta el río. José Martínez Rubira, algo más corpulento y de zancada más amplia que el maestro Paco Galindo, salía del pueblo algunos minutos después que su compañero de caminata, con un cálculo tan ajustado en la operación que siempre le daba alcance, de manera infalible, al llegar al puente. Cuando el tiempo abonaba, desde muy temprano en el calendario, seguramente a finales de marzo o ya entrados en abril, cumplían con su ritual de bañistas fluviales, rodeados por la hermosa soledad que entonces ofrecía el río, poblado de adelfas –que servían de parapeto para cambiar la ropa del camino por el bañador–, carrizos, algún taray y zarzales bajo la breve caída del molino, frente a la playa. Al otro lado del estrecho camino sólo estaban los espejos de agua de los arrozales, rotos por las punzadas verdes de los tallos buscando el sol, con algún agricultor doblado de riñones, aplicado en la escarda de malas yerbas o la reposturade planta extraída de la almajara para repoblar las calvas de las parcelas. Tras el baño, el maestro Paco Galindo y Pepe Martínez, buscaban de nuevo las pantallas de las adelfas para embutirse otra vez en las ropas del camino y, con el bañador sobre la cabeza para evitar la insolación, emprendían el regreso, subiendo juntos, ahora sí, la Cuesta de la Conejera para hacer una invariable parada en el Bar Pepón.

Así era siempre, un día tras otro, con una precisión infalible en el ritual: el momento independiente de la salida del pueblo de cada uno, la coincidencia exacta de los dos hombres en lo alto del puente, los baños, el regreso juntos, la cerveza en el Bar Pepón a la hora de costumbre. Aquella conducta constituía, sin duda, una rutina. Todos identificamos la rutina con la monotonía y la monotonía con el aburrimiento. Pero rutinario es comer, rutinario es vestirse, rutinario es trabajar y rutinario es respirar, al fin y al cabo. El maestro Paco Galindo y Pepe Martínez mantuvieron, durante muchísimos años, esta costumbre, y algo encontrarían estos hombres, con toda seguridad, en aquel acto rutinario que convirtiera aquellas dos o tres horas del día en un espacio de tiempo diverso. Creo que es ahí, en esa ciencia simple y oculta al mismo tiempo de las conductas repetidas, donde está el secreto, la llave que abre la puerta de los pequeños sabores de la vida. Todos llevamos encima esa llave, pero no todos la encontramos, y si la encontramos, no todos sabemos abrir la alacena de los frutos que, a pesar de ser iguales, ofrecen siempre un sabor diferente. A lo mejor ellos la encontraron, o se fueron de este mundo sin dejar de buscarla, ¡quién sabe!

 

 

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