Ya en la calle el nº 1037

Leer en voz alta

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Pascual García ([email protected])

Recuerdo que llegaba de la escuela sobre las cinco, entraba a mi casa por el portal y saludaba a mis abuelos paternos que permanecían sentados junto al fuego de la chimenea como figuras eternas que yo pretendía en vano inmortales, muchas veces me paraba con ellos, me sentaba a su lado y me pedían que les leyese cualquier cosa del libro que portaba bajo el brazo o llevaba en la cartera.

A mis padres y a mis abuelos les encantaba que les leyese desde muy crío, tal vez porque yo leía bien, con buena entonación, en voz alta y con sentido, como se decía entonces, y a mí también me gustaba leerles. Con mi padre era distinto porque lo pedía como una imposición y como un gesto de petulancia que tanto me molestaba a mí. Mis padres me habían enseñado a leer a los cuatro años, pero el galardón se lo había atribuido mi padre y no paró de sacarle rédito durante toda mi infancia.

Tengo la impresión de que cada vez se lee en voz alta menos en la escuela y en la casa y de que este hábito no nos deparará ni buenos lectores ni buenos estudiantes. Compruebo cada curso, a pesar de que mi instituto se sitúa en el centro económico y social de Murcia que los estudiantes de catorce años no acaban de entender del todo lo que están leyendo, que les cuesta descifrar su sentido y que no les gusta la música que produce este ejercicio. Y así no hay forma de que entiendan un problema de matemáticas o de física ni reflexionen debidamente acerca de un razonamiento filosófico.

De hecho muchos deberían volverse a casa y tornar a leer en voz alta desde el principio, cuando ya empezaban a leer de corrido mientras sus padres dirigían la realización de los deberes de la jornada, entre los que escribir y leer resultaban imprescindibles.

A veces me da la impresión de que hemos descuidado esos pequeños detalles de la formación de nuestros hijos porque despreciamos los saberes clásicos y antiguos y nos hemos adherido de una forma absoluta a la moda de la tecnología.

Desde antiguo la enseñanza ha consistido en la lectura del día de las distintas materias y en el comentario de esa lectura que llevaba a cabo el profesor. Al fin y a la postre las clases consisten en eso y el mundo también. Los mecánicos leen el motor del coche e interpretan su estado, hacen un diagnóstico y resuelven los problemas, y así operan los albañiles, los carpinteros, los médicos o los electricistas.

La función básica es leer y comprender lo leído, después se resuelven las dudas y se solventan las cuestiones. Y el que no sabe leer muy bien, con ligereza y rápida comprensión va quedándose rezagado en la cola de los que permanecen en las tinieblas. No basta con las horas de clase, porque hay muchas asignaturas, demasiados alumnos y pocas horas lectivas, salvo para los profesores que han cargado siempre con la peor parte, desde antiguo los alumnos han completado su formación en la escuela con el cuidado de sus mayores que los esperaban en casa cada día para perfeccionar  su instrucción, vigilar el cumplimiento de las actividades e invitarlos a leer cada día en voz alta, como lo hacían mis padres y mis abuelos conmigo.

Se nos olvida que leer es una operación de la inteligencia y que oírnos a nosotros mismos mientras la llevamos a cabo es una forma de constatar su eficacia, porque luego todo va a ser más fácil, el relato apasionante de la historia de España, la formulación química o el comentario de los textos.

Volvamos pues sin reparo a las palabras aladas que no se llevará el viento, pese a los estúpidos refranes de siempre y leamos sin miedo cada día.

 

 

 

 

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