Ya en la calle el nº 1040

Las higueras de nadie y de todos

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
Pocket
WhatsApp

Añade aquí tu texto de cabecera

Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Mi abuelo Pascual solía decir muy a menudo que las brevas y los higos no tenían dueño, que estaban ahí para saciar el hambre de los que no comían en exceso ni con frecuencia, quizás porque él mismo había colmado en diversas ocasiones el apetito insaciable de un huérfano que luchó desde muy niño por sobrevivir y por fundar una familia, que amó mucho a su mujer y que me quiso de un modo especial a mí, su nieto preferido.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Las higueras de nadie y de todosMi abuelo Pascual solía decir muy a menudo que las brevas y los higos no tenían dueño, que estaban ahí para saciar el hambre de los que no comían en exceso ni con frecuencia, quizás porque él mismo había colmado en diversas ocasiones el apetito insaciable de un huérfano que luchó desde muy niño por sobrevivir y por fundar una familia, que amó mucho a su mujer y que me quiso de un modo especial a mí, su nieto preferido.
Las higueras que crecen en tierra de riego y tierra de secano, que suelen dar frutos en abundancia siempre han sido un árbol emblemático, aunque les aconsejo, como ya sabrá más de uno, que se abstengan de comer sus dulces frutos en plena siesta.
Por eso mi abuelo organizaba aquellas excursiones gastronómicas muy temprano, casi al amanecer, aunque él no había parado de disfrutar días antes ante la expectativa gozosa de salir al campo a comer brevas o higos, en verano o en otoño, porque los preliminares constituían para él un auténtico goce.
Admito que yo lo pasaba mal cada mañana porque me sentía un proscrito y un intruso bajo las ramas frondosas de las grandes higueras en las lindes de propiedades privadas cuyos dueños conocía mi abuelo y de los que no temía reproche alguno. Comer en la huerta no ha estado prohibido nunca, porque robar es otra cosa, es obtener un beneficio económico con lo que se está sustrayendo. Y mi abuelo comía con deleite aquellas fenomenales y refrescantes brevas y los higos de miel y me daba a mí para que me hartara sin problemas, y aun es posible que se llevara un cesto colmado de aquellas frutas edénicas para regalar a mi abuela. Pero eso era todo, en esto consistía la aventura de aquellas mañanas de verano y de otoño cruzando sendas, brincando caballones y trepando ribazos con la atención necesaria para no hacer daño en el tapizado natural de los bancales.
Entonces no le di importancia, como sucede con los muchachos, porque viven esos años a pleno rendimiento y, por eso, no piensan, solo actúan, pero con el paso de los años me fui dando cuenta del sentido de ese fruto austero en apariencia pero sabroso y me dije que mi abuelo sí sabía las vidas que habían salvado aquellos árboles de aroma agreste y figura desproporcionada, que solían plantarse en los límites de las huertas para detener la erosión del agua con las tormentas y para aprovechar la sequedad de ciertos terrenos que apenas daban chumberas u otros milagros de la pobreza que habían permitido llenar estómagos tristes y desocupados y llevar la alegría, tal vez efímera, a la casa del que no tenía para comer.
Entonces supe que lo que mi abuelo llevaba a cabo aquellas mañanas era, en el fondo, una ceremonia casi religiosa, un tributo a la memoria de los que ya no estaban y habían salido hacia delante de puro milagro, recorriendo las higueras de nadie y de todos y atiborrándose de aquel prodigio exquisito de la tierra en las mañanas frescas de San Juan y en el final del verano, jornaleros del hambre que buscaban su precario sustento y el de su familia con el maná fascinante que les regalaba la naturaleza.
Entendí, asimismo, que las higueras no tuvieran dueño, como no lo tienen la felicidad ni la vida misma. Comprendí la importancia de aquella fruta humilde a primera vista, de la que mi madre disfrutaba siempre que podía, y cuya dimensión iba más lejos que la mera alimentaria, porque se había erigido para muchos en una especie de símbolo, una puerta que permitía el paso al hartazgo y a la supervivencia, como una madre antigua y natural, dispuesta a satisfacer la necesidad de una prole inmensa y en posesión de unas ubres generosas e inagotables que amparaban y protegían a sus vástagos.
Las brevas y los higos en nuestro edén mediterráneo merecen no solo un recuerdo emocionado y agradecido sino la consideración también de ídolos salvíficos a los que tanto deben nuestros mayores y que despiertan en mí la evocación de tiempos lejanos en la afectuosa y protectora compañía de mi abuelo.
¡Qué cerca estaba el paraíso entonces!

¡Suscríbete!

Recibe cada viernes las noticias más destacadas de la semana

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
Pocket
WhatsApp

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.