Antonio Jesús Martínez García/Fotografía: LAFORET
Es bien notorio que España es un país en el que se vive de manera ferviente el culto a María. Raro es el pueblo o ciudad española en la que no se alcen iglesias en su honor, no se saque en procesión imágenes de gran tallaje de la Santísima Virgen o no se celebren días de asueto y agradecimiento en su nombre.
Si nos circunscribimos a la Región de Murcia, resulta difícil encontrar algún municipio, pueblo o pedanía en los que la figura de María no esté presente. Y, además, como suele ser tradición dentro del marco histórico cultural español, tenemos la suerte de que, en la gran mayoría de estos lugares, no solo se celebra un culto indeleble a la figura de la Madre de Dios desde tiempos ignotos, sino que podemos presumir con orgullo de que Ella misma, en cuerpo y alma bajó de los cielos para solicitar del pueblo su devoción como hijos amantísimos.
No son pocos los lugares santos que cuentan con tal distinción, pero me atrevería a decir que en Calasparra contamos con uno de los más singulares y significativos de la geografía española. Sito en un destacado marco horaciano, lamido por las límpidas aguas del Segura, se alza entre rocas milenarias el Santuario de Nuestra Señora de la Esperanza.
Porque hay muchas cosas buenas, bonitas y destacables del pueblo del arroz, pero, sin duda, ninguna se compara a la pasión y el amor intenso que se siente por la patrona.
De datos históricos no hablaremos. Basta remarcar la pasión de un pueblo que se entrega a su señora diariamente. Se cuentan por miles las velas que la iluminan en el interior de su ermita, enclavada en la piedra. No hay romería más transitada que la que la lleva a la localidad cada uno de mayo. No hay amor más grande que el de una madre por sus hijos y, en nuestro caso, no hay pasión mayor que la de un calasparreño por su Virgen de la Esperanza.
A ella nos encomendamos, en ella creemos, de ella somos. Los que han sido, los que somos y los que serán, viven y sienten de manera intensa esa devoción por la Madre. Portarla sobre el hombro, rozarle el manto, mirarla y ahogar una lágrima al tragar saliva ante su presencia. Es enorme el sentimiento que desprende. La Grande y la Pequeñica, ambas, que son una y que nos llevan en sus brazos. No hay nada que identifique y que celebre más al pueblo de Calasparra, que el amor desmedido por Ella.
No hay nada tan grande en este mundo como la devoción de un pueblo que siente, vive, vibra y late como uno, que todo lo alivia, que todo lo salva, que todo lo puede, a la Virgen de la Esperanza.