ANTONIO FERNÁNDEZ
FOTOGRAFÍA: PRESEN JIMÉNEZ
En agosto amarillecen las tardes. Y las noches se encapotan de cielo naranja que es como un desangramiento del estío, o sea, la muerte del verano. Cuando chispea en agosto, huele ya a lluvia septembrina, a lágrima amarga del niño que ojea sus libros nuevos mientras el pasar de las hojas va desprendiendo un aroma a fábrica, como a metal. Y hay en las noches de agosto otro olor, más caduco, de las hojas que irán amarilleciéndose y cayendo del árbol viejo igual que se amustiarán esos amores de verano, muy antiguos ya, cuando llegue septiembre y los jóvenes se marchen a las ciudades a olvidarse de las cosas del pueblo, que quizá rememoren cuando bajen las temperaturas y digan: «Allá, en mi pueblo, deberá hacer mucho frío».
Agosto amarillece y todos amarillecemos un poco, como en otoño, según Cela, amarillecen los perros. Los perros auguran la muerte y lloran durante días. A nosotros se nos alarga y arisca el rostro, y de este modo, auguramos el otoño y lloramos la muerte del estío, ese breve estado, pero intenso, de tardes a la bartola con la libertad de no obedecer al tiempo; y decimos con pesadumbre: «Ay, si así fuese la vida entera».
Pero la vida así entera—diría otro— cansaría. Y a finales del estío, los nublados se acrecientan y alguien dice: «Se avecina piedra»; entonces, la transición amarilla da paso a la poderosa gota fría septembrina y se humedecen los campos y los tejados y nosotros nos humedecemos también un poco, y comprendemos que una estación se pasa y otra llega, y habrá que abrir los armarios para empaparnos de la brizna amarilla que caiga de la ropa inverniza. Nuestra nueva y vieja armadura.