Ya en la calle el nº 1037

La paradoja del frío

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Pascual García ([email protected])

Tantos años presumiendo de que mi medio natural es el invierno, la nieve y las heladas, de que vivo mejor a bajas temperaturas que en el infierno murciano del estío y, de repente, el médico va y me diagnostica de sopetón y con alevosía una extraña alergia al frío y me aconseja de paso que me tape el cuello cuando pegue el cierzo y que evite la exposición al viento. Confieso que me quedé helado, valga el pobre juego de palabras, cuando me lo comunicó el galeno con la seriedad de un profesional de altura. Y así llevo desde octubre, al borde de la bronquitis, con jarabes expectorantes, antiinflamatorios que no me dejan dormir en toda la noche  y antibióticos de gran espectro, tosiendo noche y día, sonándome constantemente los mocos, con periódicos dolores de cabeza, algunas décimas esporádicas  de fiebre y la calefacción a todo gas, receloso de las puertas y de las ventanas, pertrechado de abrigos largos y bufandas y con miedo a una nueva recaída, porque ya van tres y uno tiene una edad para huir de la cama y de la calentura.

He disfrutado tanto del frío, aunque alguna vez admito que también lo he sufrido, las heladas negras y sordas de las vendimias francesas, el helor espeso y doloroso de la recolección de la oliva en diciembre y el frío por el frío en el campo, a una altura considerable, mientras gozaba del paisaje o de la búsqueda de los guíscanos y el termómetro marcaba siete grados bajo cero, como aquella mañana en la sierra de Jaén, en la que tanto bregamos los tres amigos, aunque no fue posible combatir el frío en toda la mañana.

Pero supongo que ha llegado la hora de ceder, de mirar por mí como se dice en Moratalla y cuidarme. Por fortuna tengo otras pasiones además del aire libre y la naturaleza. Escribir y leer, ver una buena película y escuchar música, amar y ser amado  son excelentes ocupaciones que uno puede realizar con una agradable temperatura en un medio confortable y cómodo, sin exponerse a los avatares de la aventura, protegido por los avances de la civilización y seguro contra azares intempestivos e incontrolables. Cada edad tiene sus placeres, sus limitaciones y sus débitos y, cuando uno ha rebasado ampliamente los cincuenta debe entender que va siendo hora de recogerse en el amplio sentido de la palabra.

Yo, que tanto he amado el frío, que provengo de una estirpe que lo ha soportado sin demasiados problemas, aún recuerdo aquella mañana glacial de un enero de mi adolescencia recogiendo oliva en la huerta de mi tío Jesús, con mi padre y mi abuelo, tres paladines  imperturbables de las bajas temperaturas, que se negaban a encender una lumbre, porque se habría resentido nuestro trabajo, y porque, bueno, no hacía tanto frío, aún recuerdo, digo, el frío y el dolor en las manos y en los pies durante toda la mañana, porque había helado y estábamos en la umbría y no había sol aún ni se le esperaba.

Alergia al frío, me digo por estos días, y no puedo evitar una sonrisa irónica ante semejante paradoja, pero la edad no perdona, así que me echo una chaqueta de lana encima y me acuerdo de mi madre cuando me tapaba amorosa y tierna cada noche en los felices inviernos de mi infancia.

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