Ya en la calle el nº 1040

«¿La muerte? Cuanto más tarde, mejor», A sus 103 años, Elvira la Encendía conserva el nervio que siempre la ha caracterizado

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

ANTONIO FERNÁNDEZ

Era el terremoto de la plaza, dice su nuera. Puro nervio, añade su nieto. Y ahí está Elvira, en su mecedora, mirándome con sus ojos vivos y profundos, esos ojos que han recorrido más de un siglo, y a los que yo miro con admiración, respeto y curiosidad. Vino al mundo en el año 1910 y me intereso por saber de la Elvira niña jugando en aquellos años de principios de siglo.

Mi juguesca era el trabajo.

Además de ir al río a lavar, cosía sostenes. Algo que la mayoría de mujeres de aquel entonces no sabía. Elvira pasó por la escuela pero duró poco: «Llegaba la maestra a mi casa y le decía a mi madre que yo era un macho y que tenía a todas las crías revueltas». Asomaba ya la inquietante figura de la Encendía. Le tocó una época de hambres y tenía que ir a los campos a coger frutas y hortalizas, además del ganchillo y de trabajar en un horno haciendo tortas de cebada. Su juguesca era también desperfollar el panizo para meterlo luego en los colchones que muchas noches ella y sus hermanas sacaban a la calle porque en casa no tenían camas suficientes. «Nos dormíamos en la calle antes de cenar para que no nos entrara hambre. Yo he pasado mucho, pero no ha podido nadie conmigo». En su adolescencia empezó a trabajar en la almendrera de Bullas. La hicieron mayoral y se quedó a cargo de las mujeres. Se casó y tuvo cuatro hijos. No daba abasto. Cuenta que una vez se fue a fregar a la orilla de la acequia y la Guardia Civil le dijo que en ese lugar se denunciaba por lavar.

Miren ustedes, tengo cuatro hijos y estoy empleada. A mí no me da tiempo bajar a esos ríos.

Y los civiles acataron sus órdenes.

En la taberna El Metro pasó casi toda su vida con su marido Mateo y luego con su hijo Juan y su nuera Maruja. Cuando cerraron la taberna y se trasladaron al Camino Real con el asadero de pollos, Elvira siguió ayudando. Y esto era ya con ochenta y noventa años. Todavía se acuerda con humor las veces que se iba bien temprano al río a lavar los pulpos, algunos de hasta diez kilos.

Ahora vive con su nuera y sus nietos, pero hace unos seis años, cuando tenía 96, vivía en su casa y lo hacía todo ella solica y monda. Su nieto Pedro iba desde los cuatro años a dormir con ella. «A ella le encanta volver a su casa de siempre>>, donde conserva el paisaje de tantos años de recuerdos. También le gusta ir a su campo en el Llano de Bullas. El verano pasado estuvo arreglando sus flores. «El campo le da mucha vida». Hace unos cuantos años más, llegaba de su taberna a la casa y se ponía a hacer ganchillo hasta muy tarde. Y encima, madrugadora. «Cuando mis vecinos se iban a trabajar yo ya venía del campo con mi capaza llena».

¿Ya estás aquí, Elvira? ¡No duermes!

No tengo sueño.

Muchacha, estás loca. ¡Que son las cinco!

Pues luego darán las seis.

La primera vez que se puso mala fue hace unos años, en el día de San Pedro, que le dio una ciática. Pero la llevaron al médico y aquello duró cuatro días. Dice que no se puede quejar de enfermedades, aunque lleva un marcapasos quizá para recordarle que no es de piedra, sino muy humana. «Bien sabe el Señor que yo todavía no he padecido nada y tengo la satisfacción de que me quiere todo el mundo porque yo me he portado bien con todos». Pero en tantos años de vida hay algún padecimiento superior como tener que enterrar a su hijo Juan. «Eso ha sido lo más gordo. Yo quería que me enterrara a mí, pero lo he tenido que enterrar yo. Son penas de corazón».

Elvira la Encendía habla enérgica, con lucidez, con humor encendido. Dice que le gusta el vino más que el agua y que disfrutaba metiendo la cerveza en un jarrón de porcelana para darle un trago de vez en cuando. La gente se acuerda de una Elvira que iba de aquí para allá con algún trajín. «Ha sido servicial para todo el mundo, ha mandado como la que más y ha hecho y deshecho como ha querido», expresa su nuera Maruja. Elvira dice que ella no quería recogerse en todo el día. A las cinco de la mañana ya estaba lista para irse con su hijo Juan a comprar a la Lonja. Su vida ha sido un no parar. Hace dos semanas, como aparece en la foto, estaba haciendo gancho. «Tengo más reaños que las de ahora, que son unas gandulas. Tienen muchas cosas limpias porque se las limpian, no quieren más que el sarao y el bailoteo, que, oye, a mí también me ha gustado mucho la jota y el carnaval. No había año que no me disfrazara». Muchas del pueblo preguntan a su familia: «¿Todavía no se ha muerto la Elvira?». Y dice la Encendía: «Pos pijo, que se mueran ellas». Su nieto Pedro le pregunta:

Maye, ¿y cómo ves tú a la muerte?

¿La muerte? Cuanto más tarde, mejor. Yo cuando me muera tengo que estar regándole al Señor mis flores.

Habla con naturalidad de la muerte. Después de narrar casi toda su vida, se toca la cabeza y dice que al coche le faltan tornillos y no se los puede poner. «Si los tuviera puestos, estaría yo en lo mío». Pero los que la hemos escuchado sabemos muy bien cómo está Elvira la Encendía. Que de momento no se apagan ni su memoria, ni sus ganas, ni su vida. Una vida que ya es historia en el pueblo de Bullas.

 

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