Ya en la calle el nº 1037

La gracia de tus manos

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Pascual Garcí[email protected]) Menos protegidos por la ciencia médica y demasiado absorbidos por una fe que parecía tener remedios para todo, pues la oración resultaba una panacea y la voluntad de Dios, la curación verdadera, no resulta extraño que las mujeres y los hombres de mi infancia recurrieran para sus dolencias a individuos que poseían una gracia especial, que habían sido dotados desde el nacimiento (algunos nacían con un extraño y prodigioso manto) de unos poderes únicos que solían poner al servicio de los otros de manera gratuita o por la mera voluntad de la persona a la que ayudaban. Tal vez no resolvieran del todo el dolor de los pacientes, pero promovían su fe en la cura y llevaban a la casa esa postrera esperanza en lo que se encuentra más allá de razón humana y, quizás, por ello mismo, pueda más y posea más fuerza. Mis primeros años discurrieron entre mujeres, ancianas casi siempre, que rezaban el mal de ojo, la carne cortada y otros muchos padecimientos de misteriosos orígenes para los que no se acudía al médico en ningún caso, porque siempre había cerca una vecina, una mujer de la familia, alguna abuela, que conocía la fórmula de aquellos ensalmos, transmitidos muy a menudo por línea femenina, y que sabía aliviar el sufrimiento de quien estaba postrado en una cama. Recuerdo que con frecuencia solía quejarme yo de la barriga, quizás por un simple empacho, que mi madre trataba con un régimen estricto de comidas, pero a veces, si se dilataban las molestias, llamaba a una anciana, con la que le unía cierta amistad, para que me diera friegas en el vientre con aceite de oliva durante unos minutos y, de este modo, restablecer la normalidad intestinal y solventar el atranque que me afligía. Después, durante unas cuantas mañanas debía tomar un par de cucharadas de aceite de oliva en ayunas, de cuyas bondades no dudo en absoluto, pero que me provocaban unos eructos desagradables durante casi todo el día. Los auxilios caseros, las hierbas tradicionales de la sierra, la sabiduría natural de aquellas mujeres que habían afrontado muy lejos de la civilización todo tipo de imprevistos y accidentes, partos, cólicos nefríticos, roturas de huesos y otras heridas de consideración, ayudados por una religión primaria, pero muy próxima a la supervivencia, donde se mezclaba la ortodoxia católica con otros cultos atávicos de muy dudosa utilidad, constituían los utensilios indispensables para arrostrar una vida de precariedades, al albur de un destino que ellos no eran capaces de dominar, porque existían aparte de los hombres y las mujeres y desafiaban con ello cualquier especie de contingencia en un ámbito hostil, a pesar de su presunta atmósfera bucólica. A un niño pequeño o a un anciano podía picarles un alacrán o una víbora ytenían muchas posibilidades de morir, porque el hospital más cercano se hallaba a días de camino. La gracia de aquellas manos que tocaban los miembros enfermos, que mezclaban las sustancias para elaborar los emplastos y las compresas adecuadas al trastorno en cada caso pertenecía casi siempre a manos de mujer, manos delicadas y sabias que buscaban la semilla del malestar y traían al enfermo el sosiego y el alivio. Hoy, en estos días en que me acosan las consecuencias enojosas de una pequeña intervención quirúrgica, cuando mi esposa me despoja de las vendas, ya en casa, y se dispone a curarme las cicatrices nuevas, incómodas aún, doloridas, percibo con asombro que sus manos aciertan a tocar mis llagas suavemente y con un mimo insólito limpian, desinfectan y tornan a cerrar con una venda inmaculada. La gracia de sus manos me confortay casi me olvido del dolor, y entonces me acuerdo de aquellas manos femeninas que en tantas ocasiones aplacaron las aflicciones de mi infancia. En esos casos me digo que es posible que todos los avances de la ciencia no hayan servido, al fin, de nada.

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