Ya en la calle el nº 1037

La fiesta de la tierra

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Pascual García ([email protected])

La verdad es que nos ha costado algunos meses coincidir en una fecha concreta para salir al campo una mañana cualquiera. Emprendo el camino con mis amigos de toda la vida, con Paco y con Diego. Hemos postergado la ocasión, porque las obligaciones laborales y la familia no siempre nos dan una tregua ni nos permiten un hueco para disfrutar del frío y del paisaje durante unas horas; aunque en esta ocasión lo hemos llevado a cabo en los preliminares de una primavera fría aún y demasiado seca, una mañana de clima no excesivamente riguroso, a pesar de que en las alturas persiste la nieve y en algún momento del camino hemos podido tocar los restos blancos y helados en la umbría como las huellas mágicas de nevadas antiguas.

 

Diego nos lleva en su todoterreno y decide echar por Benizar, tal vez porque la carretera es más cómoda y porque, otras veces, hemos ido por la ruta contraria. Muy pronto ascendemos los repechos del Molino de Benizar, con el castillo a nuestro frente y un horizonte escarpado y fabuloso alrededor.

Pasamos Charán y llegamos al Barranco de Hondares con una dulce sensación de vértigo, mientras el cielo parece estar más cerca cada vez y la tierra cobra vida en la forma de un inmenso animal de piel parda y corácea, sobre la que sobresalen unos pocos matorrales apenas. Hemos pasado los mil metros de altitud y nos dirigimos a Bajil. Tenemos como telón de fondo la Sierra de Villafuerte, salpicada de manchas blancas y erguida como la cresta de un saurio. Muy pronto subimos al Cerro de las Víboras y, de repente, me gana la sensación de que todo se ha parado: el tiempo, el paisaje y el clima, en una edad que ni siquiera es humana, porque pertenece a una época anterior al hombre.

Pasamos Las Casicas del Portal y el Rincón de los Huertos, donde los cortijos parecen integrados en el fresco pardo de las piedras y de la tierra.

En la rambla hallamos una fuente de agua fría y limpia y bajo las ramas despobladas de una noguera fastuosa almorzamos con el hambre que da el campo y la primavera casi presente, la fatiga del camino y los olores de la naturaleza. Compartimos el pan, los embutidos y el vino, mientras hablamos de los amigos comunes, de la familia y de otra época en un necesario ejercicio de nostalgia al que nos abandonamos cada vez que nos vemos. Avistamos uno de los pocos bosques de encinas que existen en la Región, así como una extensión de sabinas, tan bellas y tan raras. Por unos segundos experimento la certidumbre de que la vida forma parte de todo cuanto nos rodea, incluso de que sólo en estos pagos se encuentra la vida verdadera, la esencia de lo natural y la gracia de todo lo creado, como un grandioso espectáculo que se nos otorga en la forma de un don inmerecido.

Corroboro esta última idea frente al dolmen con el que nos topamos en un claro de la sierra y en las Cuevas de las Iglesias que presentan signos de civilizaciones antiquísimas. Estamos a un paso de la frontera sagrada que el hombre ha buscado desde sus orígenes. Todo se torna, en algún momento, misterio y silencio, mientras pisamos el monte y rebuscamos con la vista en los rincones que nos concede la vegetación.

Nunca hemos pertenecido a esa clase detestable de turistas, domingueros o senderistas, que acuden al monte como se acude al último local de moda, porque desde muy niños hemos trabajado en el campo y hemos convivido con aquellos que lo conocen mejor que nosotros aún. Tal vez por eso, sabemos de las fatigas que arrostra el pastoreo y la solitaria vida en los cortijos y, cuando nos cruzamos con un rebaño de ovejas o nos detenemos en un pequeño cortijo, dejamos pasar con unción el ejército ovino o saludamos con respeto al hombre que nos acoge con amabilidad, porque todo esto es más grande que nosotros, más importante incluso.

Tras la visita a la última gruta, iniciamos el descenso hacia el Campo de San Juan; pasamos Zaén de Arriba y alcanzamos los límites de Campo de Béjar en muy pocos kilómetros, lo que embota nuestros oídos y casi nos marea, pero vamos en silencio y llevamos los ojos repletos del paisaje más hermoso, elevado y espléndido de toda la región.

Volveremos un día de estos, mejor cuando regrese el frío en otoño y hallemos un día propicio para reunirnos otra vez y celebrar la fiesta de la tierra y de la amistad.

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