Ya en la calle el nº 1040

La Felicidad vive en el piso de arriba

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Inmaculada Vacas Martínez-Blasco

Ilustración: Ana María Vacas Martínez-Blasco

Nací mujer en un país machista, en un país donde la mujer seguía despertando de ese letargo manipulador y patriarcal, marcadas por un montón de descalificativos, de menosprecio y de invisibilidad. Seguíamos naciendo para tener hijos, cuidar la casa y estar a disposición del género masculino, identificado en padres, hermanos, novios, maridos. Y el refranero español demostró, que seguíamos siendo buena carnaza, para denominar a nuestro género, ciudadanas de segunda.


Para mi ser mujer era una realidad maravillosa, una forma de vida que hacía de tus  imperfecciones fuesen solo una arista en ese espectacular calidoscopio que somos todas  las mujeres, todos los seres.
Y crecí gratamente en una familia que tiene tanto de imperfecta, como de humana. Con  sus meandros tortuosos, con sus aguas cristalinas, con sus noches frías, con sus  amaneceres cálidos. Mi familia era extensa, variada, variopinta. Formamos un
conglomerado de seres tan corrientes, como especiales, una amalgama de barro que  dulcemente y a veces se ha ido modelando, como una pieza única en el taller de un  artista.
No ha sido fácil amar y que te amen, a veces no ha sido fácil ser tú misma, detrás de todo, están las normas, la educación, una sociedad que intenta remodelar a su antojo, lo que ya  existía, y entre esas luchas a veces feroces, a veces maletas interminables a tus espaldas,  se han ido configurando, otro ser, otro cristal menos romo, más cortante.
Yo como tantas otras, aprendí de las mujeres de mi entorno, mi madre, mis tías, mi abuela materna, porque a mi abuela paterna no la conocí. Y digo aprendí, porque ellas eran las transmisoras de los saberes, que por cierto eran muchos. Con ellas di mis primeros pasos; no solo en la vida, sino también en el arte de hacer bien las cosas, en el arte de la conversación, en el arte de cultura, el arte de pensar, en el arte de saberte especial, aunque el resto no lo advirtiera. Con ellas aprendí separar el trigo de la paja, a sentirme arropada por mi género, con esa universalidad que no se ve, pero que se respira. Con esa complicidad velada que se escapa de la comisura de los labios, como si se tratase de un suspiro.
Luego descubrí que había habido mujeres estrella, mujeres que habían luchado para ser ellas mismas, políticas, médicos, escritoras, filosofas, científicas y más mujeres surgiendo de un mundo oscuro y abriendo caminos para las nuevas generaciones. Gracias a todas ellas hoy empezamos a ver la luz al final del túnel. Entonces sentí una cierta levedad, como si todas ellas, de cualquier parte del mundo me enviasen un entrañable abrazo.
No voy a hablar de esas mujeres, porque esas mujeres forman parte de la historia, voy a hablar de las otras mujeres, de las que no estudiaron en una universidad, pero que sus títulos han sido la vida, donde su sapiencia es la esencia misma del género al que pertenecemos.
Esas mujeres anónimas que vemos a diario, que nos encontramos en el metro, en los autobuses, en la plaza, en el supermercado. Mujeres que son economistas, psicólogas, enfermeras, cabezas de familia, emprendedoras, poetisas cuando los niños duermen, escritoras de historias interminables, maestras eternas, artistas de miles de pistas, encantadoras, especialistas en sonrisas , capitanas de barcos de esperanza.
Cuando me traslade a mi casa, en la que hoy vivo, conocí a una de esas mujeres, ha sido y es para mí una inspiración, un claro ejemplo de lo que las mujeres somos capaces de hacer, de dar, porque me ha demostrado que ella es una igual, una amiga, una fuente inagotable de creatividad, de generosidad, de riqueza.
Felicidad no sólo es mi vecina, es la mujer comprometida que todas llevamos, es la solidaridad en estado puro, es el ejemplo vivo de que tenemos en nuestras manos la posibilidad de cambiar este mundo, está realidad que a veces nos aprisiona y no nos deja ver. Aquella sonrisa que se dejaba entrever entre las comisuras de sus labios, me hizo cosquillas cuando pase frente a ella. Me impresiono su cabello blanco, su andar erguido, su aspecto seguro. Me impresiono.
Me recordaba a una mujer que siempre he admirado, cuanto más la miraba, más me la recordaba, era como el doble de Chávela Vargas. La dureza de su rostro vivido, sus manos huesudas, la mirada frágil pero certera, el porte elegante de quien se sabe dueña de su propia vida.
El destino, la vida, no sé en qué momento fue, pero estoy segura que me puso a prueba.
No tarde en coincidir con ella, era muy social, muy cercana. Tenía una perra, pastor alemán que la acompañaba fielmente, como un apéndice más de su persona. No sé exactamente cuando hablamos por primera vez, pero lo hicimos, fue entonces cuando se creó un vínculo que dura hasta nuestros días.
Ella nació en un pueblo castellano, un pueblo seco, tan seco como sus gentes, sus tierras, sus vidas, porque vivir en esa época era un sinvivir. Nació pobre pero como dice ella, con dignidad.
Era hija y hermana de una familia numerosa. Una mujer de postguerra que conocía la dureza de quien con 7 años empezó a trabajar para ayudar en casa. Una familia como tantas otras castigadas por un régimen dictatorial, que no les permitía hablar, defender sus ideales, ser ellos, eran como tantos otros en ese nuestro país, republicanos.
En esa época el hambre, el hambre física y el hambre intelectual hicieron que ella, empezase a aprender a leer por su cuenta, no podía ir al colegio y me cuenta que por la noche con velas se dedicaba a estos menesteres. Entre el trabajo, ayudar en casa, se pasaban la mayor parte de las horas, pero… siempre recuerda que tenía un ratito para agazaparse entre la penumbra de la noche, como la pequeña cerillera y aprovechar hasta el último resplandor del pabilo.
Todo en esa época era oscuro, recuerda con tristeza. Los rostros sombríos, temerosos. La lucha por sobrevivir, por salir adelante y aun así, recuerda a su padre y a su madre, como le aleccionaban para que no dijese nada que la pusiera en evidencia a ella, ni a ellos. Había muchas envidias, muchas sombras alargadas que se paseaban por sus calles, buscando excusas para amedrentar sus sueños, sus ganas de ser ella misma.
Su infancia no fue fácil, ni siquiera fue infancia. Un sinfín de responsabilidades que fueron asumidas, como se asume el nacimiento y la muerte.
El miedo, me decía, lo inundaba todo, pero a pesar del miedo, ella siempre supo decir lo que pensaba. Nunca aguanto las injusticias. En más de una ocasión se erigió espontáneamente en salvadora de muchas de sus compañeras de trabajo, que a destajo trabajaban en el campo, rodeadas de machismo, rodeadas de palabras despectivas y malos tratos.
Ya ha cumplido ochenta años. De ella he aprendido la solidaridad, las ganas de seguir luchando, el ansía por aprender día a día, la fortaleza de quien ha pasado toda la vida, siendo ella misma, entretejiendo con sus canas, su saber estar, su vocación de ser humano y sobre todo, la capacidad de superación, aun cuando la vida le golpea en su último viaje.
Ella me ha demostrado que se puede ser todo lo que una desea, que no hay nada que pueda pararnos, que la rebeldía es más que una palabra, es un estado genético en nuestro ADN, donde se abren al mundo miles de posibilidades.
Nunca se ha sentido inferior, porque ser inferior es admitir que no eres persona y ella lo ha sido siempre, frente a los constantes abusos en su trabajo, frente al poder, siempre ha mantenido una actitud de tú a tú. Y cada vez que ha caído, se ha levantado con la fuerza de un torbellino, pisando fuerte.
Ahora forma tristemente el lugar que muchas madres, abuelas han tenido que ocupar en ausencia de la justicia social, un papel de mantenedoras, de protectoras, de responsables, alentadoras de un presente incierto.
Con ella he asistido a manifestaciones, a reivindicar por encima de todo, la vida. El derecho a ser, a existir, a hacer de este mundo un espacio compartido, a luchar por lo que verdaderamente merece la pena, ser mujer, ser persona, ser humana.
Creo que este legado es el mayor tesoro que poseemos, que a pesar de la edad, a pesar de las experiencias vividas, a pesar de las barreras que aún nos ponen en el camino, hemos logrado no imponer nuestro género, sino compartirlo generosamente con aquellos que aún no se han dado cuenta, que somos parte del futuro.

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