Ya en la calle el nº 1040

La Bella Otero, una vida inventada

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

GLORIA LÓPEZ CORBALÁN

La vida de Agustina Otero Iglesias (1868-1965), como en realidad se llamaba La Bella Otero, da desde luego para una Novela. Es más, es una vida tan novelesca y tan llena de atractivas mentiras (que la propia Carolina Otero difundió, sobre todo después de su retirada, y especialLa Bella Oteromente a través del libro de Claude Valmont, Memorias de la Bella Otero), que la propia biografía es de por sí más que una gran novela. Su nombre completo era Agustina Carolina Otero Iglesias (ambos apellidos le venían por parte de madre, puesto que el padre nunca reconoció a la niña), pero su fama posterior y su belleza le valieron el apelativo de La Bella Otero, con el que fue mundialmente conocida.

 

De carácter alegre, a pesar de haber vivido una infancia plagada de necesidades, pronto dejó ver su innata vocación artística y empezó a demostrar sus habilidades. Haciendo gala de un temperamento fuerte, díscolo y rebelde, se enamoró a los catorce años de un joven con quien se fugó una noche para ir a bailar a un local nocturno. El dueño de aquella sala quedó fascinado por el modo de danzar de la joven Carolina, hasta el punto de ofrecerle un contrato.

La pareja, alentada por este éxito incipiente, decidió aprovechar la oportunidad para huir a Lisboa en busca de mayor fortuna, y allí la Otero trabajó como bailarina durante un tiempo. Sufrió entonces su primer desengaño amoroso al ser abandonada por Paco, a quien persiguió hasta la ciudad de Barcelona, adonde éste se había trasladado. Allí trabajó en el Palacio de Cristal antes de partir hacia Marsella y, luego, a París.
Carolina Otero llegó a París con la ilusión de estudiar baile y dar sus primeros espectáculos. Su belleza y su buen hacer la convirtieron rápidamente en un personaje consagrado en la que por aquel entonces era la capital cultural de occidente, y sus actuaciones en el Folies-Bergère le procuraron toda una legión de admiradores, fascinados por su aspecto de mujer gitana, a pesar de ser gallega (origen que, por otra parte, se encargó de ocultar durante toda su vida).

Así, hacia 1900, era ya todo una sex-simbol de La Belle Époque parisina, triunfadora tanto en los escenarios del teatro como en los del amor, y dueña de una gran fortuna que gastaba en el Casino de Montecarlo y en joyas espectaculares. Se calcula que por aquel entonces su fortuna ascendía a unos dieciséis millones de dólares, lo que suponía en aquel tiempo una cifra exorbitante.

La pasión que los hombres sintieron por ella fue irresistible. Algunos se suicidaron por su amor, o gastaron verdaderas fortunas en conseguirlo; entre los que la amaron se cuentan el emperador Guillermo II, el barón de Ollstreder (arruinado en Montecarlo por su culpa), el político Aristide Briand y Eduardo VII de Inglaterra.

Según ella misma cuenta, un banquero: Berguen le ofreció 25.000 francos por pasar media hora en su habitación, compromiso que ella aceptó y cumplió al pie de la letra (por menos se había acostado con Paco, pensaría). Toda una generación de poetas, pintores y políticos se rindió, batió y arruinó ante su belleza y poder de seducción.
Retirada de los escenarios en 1910, a los 45 años y en pleno auge artístico, se estableció en Niza, donde vivió hasta su muerte en 1965, totalmente arruinada y sola.
Que cantidad de dinero gastaría en el Casino de Montecarlo, que este la dejo vivir allí y se asigno una pensión, en agradecimiento por los millones de francos que en él dejara. Nunca se casó.

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