Pedro Antonio Martínez Robles
Ya nadie escribe cartas, aquellas cartas que empezaban diciendo –porque las cartas, aunque nos parezca increíble, también dicen–: Me alegraré que al recibo de la presente os encontréis bien. Yo bien, G.A.D…. Y luego continuaban con el relato pormenorizado de lo que había sucedido en la familia, en la vecindad o en el pueblo. Y que incluían preguntas cuyo compromiso de respuesta, como es natural, quedaba aplazado días o semanas, dependiendo siempre de si el viaje postal era más o menos largo, o de las ganas o el tiempo de que dispusiera el destinatario para contestar. Cartas como aquellas que mi madre escribía por encargo de Sebastiana la Chava para sus hijos, residentes allá, en el confín del mundo, en una época en la que sabíamos que los caminos eran muy largos y escabrosos y nos armábamos de paciencia porque entendíamos que las cosas requerían su tiempo; tiempo que, no por ello, no dejábamos de emplear en otras cosas, porque la vida seguía discurriendo, no se detenía, o no teníamos la sensación de que se detuviera, como ahora, que no sabemos qué hacer en la dilación entre una pregunta y una respuesta, acostumbrados como estamos a que todo sea vertiginoso, creyendo así que vivimos más, y es mentira: vivimos menos. Esas cartas tan expresivas en las que la Chava descargaba su enojo, no porque sus hijos tardaran semanas en contestar, sino porque pasaban meses sin dar noticias y eso sí debía tenerse en cuenta; cartas que al final suavizaba porque siempre el amor materno ofrece su contraste a la decepción por el olvido. Cartas, cartas, cartas…
Hoy podríamos continuar escribiendo cartas así, pero no lo hacemos, a pesar de que la vida ha puesto en nuestras manos herramientas más cómodas y veloces. O tal vez por eso no lo hacemos y preferimos caer en esa cómoda precipitación que nos conduce a enviarnos mensajes en los que sustituimos “que” por “q”, “te” por “t”, “por” por “x”, y así hasta terminar en un galimatías cifrado que al final no lo reconoce ni la madre que lo parió.
Cualquier día me siento ante el ordenador y escribo una carta que empiece: “Me alegraré que al recibo de la presente os encontréis bien. Yo bien, G.A.D.”, mientras me acuerdo de Sebastiana la Chava y de la poca prisa que se dio para morirse.
13 de enero de 2009