Ya en la calle el nº 1041

Jugar al toro

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Vivimos una mala época para la vieja y sabia tauromaquia, cuyo origen se remonta a los antiquísimos mitos mediterráneos y cuya filosofía va mucha más allá del mero folclore y de la fiesta liviana. Los que hemos aprendido a respetar y a amar el arte del toreo, hemos entendido, asimismo, que la frivolidad no tiene sitio en este ámbito, aunque desde fuera pudiera parecer lo contrario. La ceremonia, ordenada según una liturgia antigua pero eficaz, se basa en el respeto y en la verdad. De un tiempo a esta parte han proliferado en algunas ciudades como Madrid, pero también en Murcia y en otros sitios las escuelas de tauromaquia, donde acuden un puñado de muchachos y muchachas a aprender los secretos del capote y la muleta, entre otros trastos fundamentales. Estudian por la mañana y dedican las tardes a su pasión. El hábito es beneficioso, porque los desvía de algunas adicciones y de muchos peligros que la calle no cesa de brindarles, los dota de una disciplina necesaria para entrar en el mundo del toro, pero sobre todo para madurar como hombres y mujeres respetables y les otorga algunos valores de convivencia imprescindibles para la existencia en general.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Jugar al toroVivimos una mala época para la vieja y sabia tauromaquia, cuyo origen se remonta a los antiquísimos mitos mediterráneos y cuya filosofía va mucha más allá del mero folclore y de la fiesta liviana. Los que hemos aprendido a respetar y a amar el arte del toreo, hemos entendido, asimismo, que la frivolidad no tiene sitio en este ámbito, aunque desde fuera pudiera parecer lo contrario. La ceremonia, ordenada según una liturgia antigua pero eficaz, se basa en el respeto y en la verdad. De un tiempo a esta parte han proliferado en algunas ciudades como Madrid, pero también en Murcia y en otros sitios las escuelas de tauromaquia, donde acuden un puñado de muchachos y muchachas a aprender los secretos del capote y la muleta, entre otros trastos fundamentales. Estudian por la mañana y dedican las tardes a su pasión. El hábito es beneficioso, porque los desvía de algunas adicciones y de muchos peligros que la calle no cesa de brindarles, los dota de una disciplina necesaria para entrar en el mundo del toro, pero sobre todo para madurar como hombres y mujeres respetables y les otorga algunos valores de convivencia imprescindibles para la existencia en general.
De esas escuelas de tauromaquia han salido figuras de la categoría del Yiyo o Joselito; a muchos los apartaron de las drogas y de la delincuencia y a otros les ofrecieron un camino para el porvenir y una razón de ser. El toreo es un arte, incluso un espectáculo, pero también es una filosofía de vida, muy alejada de los tópicos ideológicos, que algunos pretenden confundir. Alberti, García Lorca, Pérez de Ayala, Belmonte o Bergamínno procedían ni estaban relacionados con ninguna organización fascista. Yo he tenido el honor de ver torear al maestro José Tomás en varias ocasiones y nunca le brindó un toro al Rey, no por desprecio, sino porque no concibe, como buen republicano, la servidumbre a la realeza.
De niños jugábamos en el barrio del Castillo a los toros. Siempre había alguien que tenía unas viejas astas y se quedaba de toro, es decir, hacía las veces de un animal bravo que corneaba sin ton ni son y del que teníamos que zafarnos subiéndonos a las rejas o a las tapias o improvisando apresurados lances de capa con nuestras propias camisas. En ocasiones el morlaco entraba templado y nos permitía lucirnos con algunos derechazos o con una tanda de naturales hondos y despaciosos rematada con un pase de pecho. Las muchachas aplaudían desde la barrera, aunque había alguna, a veces, que se sumaba en el coso del Patio del Campanario a la liturgia infantil y a la fiesta.
Hoy, con pésimo criterio, amenazan algunos ayuntamientos con cerrar estas escuelas, estos refugios de muchachos y muchachas entusiasmados con la magia de la lidia, unidos por unas horas en la práctica de mover lentamente una muleta de franela o un capote de percal, al ritmo imposible de una música callada, la del toro que, acaso nunca tengan delante y sea tan solo un deseo más, pero entre tanto unos hombres les enseñan el lenguaje de los trastos, el comportamiento delos animales en el campo, las distancias, las querencias y los terrenos. Tal vez sean los últimos románticos, donquijotes vestidos de vaquero y camiseta y decididos a ser alguien en un oficio ingrato que suele dar más cornadas que trofeos, más sinsabores que orejas.
Pero la vida los proveerá en su momento. Ahora tienen derecho a soñar y, sobre todo, tienen derecho a ser formados como hombres y como mujeres en las normas básicas de una educación rigurosa y honorable, que incluye forzosamente el ejercicio de la libertad y del arte.
¡Démosles un ejemplo de tolerancia y una oportunidad!

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