Ignacio Ramos
Barranda es como un oasis en el Noroeste pobre de la Murcia sedienta, que estalla en verde cuando recibe el consuelo de una gota de agua y, agradecida, multiplica por mil cada semilla que se entierra en su seno. Sus fértiles cañadas, sus lomas pedregosas, conocen bien la presencia del almendro, el dulce fruto del albaricoquero y del manzano, la acidez del olivo; la hortaliza, el maíz o la patata aún se resisten a la invasión del cultivo industrial de la lechuga, la coliflor o el brócoli.
Esta aldea, una más de las que salpican muestro campo caravaqueño, también conoce la hermosura de la nieve sobre las montañas y llora en los barrancos, el oro de la aliaga florecida, el aroma de tomillo, de espliego, de romero, que fluye del ribazo y la ladera; conoce bien la oveja bondadosa, o la cabra que escala los peñascos, el ruiseñor que trina en el zarzal o el gorrión casi doméstico…
Y conoce también la mirada larga, gris, incierta, de gentes que anhelan desesperadamente la esperanza. De gentes que se niegan a perder sus raíces; que aún sienten en su sangre el aleteo de sus tradiciones más hermosas. Algunas, como la de los Aguilanderos, que ha sabido conservar a través de los siglos, y que ha cristalizado en la Fiesta de las Cuadrillas. Una fiesta que congrega ríos de gente gozosa en Barranda, cada final de enero; miles de personas que llegan de toda España a saborear sus raíces culturales en “el encuentro más paradigmático de cuantos se celebran en relación con la música de tradición oral”, según el etnólogo Manuel Luna.
Comenta Javier Orrico, que, en el regreso de una cultura campesina que se resiste a desaparecer, “sólo nos quedan Barranda y su Fiesta de las Cuadrillas”. Yo añadiría, parodiando el recuerdo de “Casablanca”, que cuando las tendencias modernas amenazan con borrar el acervo de la cultura rural, siempre nos quedará Barranda. Para cantar la esencia, bailar la alegría y percatarse de que los siglos y las máquinas no mejoran los modos de disfrutar la vida.