Ya en la calle el nº 1037

Huevos

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Pascual García ([email protected])

Un huevo, cualquier huevo, es un milagro de la naturaleza, y el enigma del origen de la vida. Fritos, escalfados, cocidos, pasados por agua, en tortilla, en un consomé o en la ensalada, no existe otro alimento por el que más inclinación siento y por el que siempre he tenido una preferencia particular. Mi madre los cocinaba recién puestos, porque en mi casa teníamos gallinas y mi mujer los compra todavía hoy frescos, gracias a una vieja amiga que se los consigue en el pueblo como un regalo.

En este país le hemos dado siempre mejor uso gastronómico a este producto culinario que en ninguna otra parte. De manera que rechazamos ese estúpido batiburrillo, propio de quien no ha alcanzado aún los secretos de la comida, al que los americanos denominan huevos revueltos, y, bien caliente el aceite de la sartén, los cascamos, uno en cada mano, y los depositamos en el recipiente para que se frían rápido, cuidándonos de que la yema no cuaje del todo y de que la clara exterior dibuje una suerte de perfil estrellado o puntillas, una filigrana para el paladar y para la vista. Luego, si nos apetece, podemos acompañarlos de un par de chorizos de la última matanza o de algún trozo de lomo de orza en adobo. Esto es respetar el alimento que vamos a comer como si se tratara de algo sagrado, lo otro es una gamberrada de cocinero torpe y perdido entre los fogones, que debiera ser perseguida por la ley como un delito más.

También una tortilla francesa es una simpleza, impropia de quienes vienen haciendo alarde desde hace siglos de un extraordinario conocimiento en el arte de la cocina y de ser los mejores chefs del mundo. Nosotros seleccionamos las patatas, blancas y medianas, las pelamos y las cortamos a rodajas o a cuadraditos, que freímos sin prisa pero evitando que se nos quemen. Luego, apartamos el aceite sobrante y vertemos sobre ellas los huevos previamente batidos.

Una tortilla de patatas, o una tortilla de patatas con cebolla, esponjosa y fragante, calada y tierna a un tiempo, constituye un manjar en toda regla, sobre todo si tu madre o tu esposa te la han puesto en un bocadillo de pan recién horneado. Nada de sándwichni hamburguesas de plástico, de grasientos y sospechosos contenidos sin identificar.

Pero un huevo, hervido durante unos pocos minutos y colocado en su pequeño pedestal de loza, abierto con maña por la parte superior, enriquecido con un poco de aceite de oliva y unos granos de sal y mojado con una sopa diminuta que insertamos en la punta de una navaja nos trae, sin duda, la añoranza de las antiguas cenas campesinas y el sabor entrañable de las meriendas que nuestra madre nos obligaba a tomar sentados a una pequeña mesa, mientras con sus propias manos, manos de madre buena, de cocinera insustituible, de centinela perpetua, nos iba dando junto con unos cachos de tomate partido y unas pocas olivas negras.

Hay quien insiste en la martingala de que los huevos perjudican el buen funcionamiento del hígado, tal vez, porque cualquier cosa en dosis extremas, deviene perjudicial forzosamente. Los extranjeros nos han habituado a esos desayunos casi de madrugada con un exceso de bacon, que nosotros denominamos con más gracia y enjundia, tocino, con mantequilla, que no utilizamos apenas por fortuna, porque tenemos el mejor y más saludable aceite vegetal del mundo y con un revuelto ignominioso de huevos degradados por la constante tortura del tenedor insolente, que machaca y descompone sin piedad la gracia de la esencia primigenia.

Todavía me acuerdo con agrado y hasta con un punto de envidia de aquellos huevos gigantes de avestruz que veíamos en las películas de Tarzán y que solían despertarnos el apetito. Al menos uno habría compartido de buena gana con ustedes cualquier día.

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