ISABEL MARTÍNEZ LLORENTE/PROFESORA
Es una niña de tres años. Le pido que me dibuje un pato en una servilleta. Traza un pico, alejado de él un círculo a modo de cabeza. El cuerpo está representado por un garabato relleno de azul y forma indefinida. Finalmente, me lanza una mirada con destellos de ilusión, como quien encuentra la entrada a la cueva de Alí Babá sabiendo la palabra mágica, y al volver los ojos al papel le hace las patas: dos larguísimas líneas que se salen de la servilleta e invaden el mantel de la mesa. El gesto provoca su sonrisa y busca mi aprobación. Ha representado, y lo sabe, lo imposible; sin embargo, en la fantasía de un niño todo cobra sentido: es un pato muy alto, un pato diferente y bello. Tras esto, dedica el resto de la noche a recolectar hojas de un arbusto y flores de la buganvilla que hay cerca para regalarlas a los comensales que acompañan su noche de amigos.
Dice Hermann Hesse que “sin mucha comprensión, pero con gran conciencia de superioridad, suele enfrentarse el adulto con el niño. Hasta que se demuestra que este sentimiento de superioridad no tiene otra base que una profunda ignorancia”. Hemos desaprendido, con el paso del tiempo y las leyes de la razón, que ciertos animales no tienen patas enormes; hemos olvidado, con la tiranía de la rutina, que nadie da duros a cuatro pesetas; hemos reparado en que, a fuerza de tropezar dos veces con la misma piedra, los imposibles nunca vienen solos. Sin embargo, en el territorio mágico y precioso de la infancia todas estas ataduras que nos vienen dadas con el peso de la experiencia no tienen sentido, porque allí el mundo se construía desde la libertad de los sueños.
Quizá sea necesario reconquistar el espacio que perdimos a base de realidad: el paraíso de la niñez. Aún hoy en día hay aulas en las que se impone a los niños que aprendan a pintar sin salirse de la línea, que utilicen solo una escala de colores para sombrear el mar. ¿Una casa solo puede ser un cuadrado y un triángulo con una chimenea? ¿Cuántas tonalidades puede albergar un océano? Se les reprueba salirse del marco.
Escribió la poeta Ida Vitale que “un niño es un campo minado de hermosos imposibles”. Dejemos que la fantasía creadora de los más pequeños vuelva a explicarnos el mundo, porque este que hemos creado los adultos quizá no traiga el mejor de los futuros. Devolvámosles el respeto que merecen y la palabra de la imaginación. Si los alejamos de las pantallas que silencian su creatividad y cercenan su atención, nos darán la clave para intentar construir, una vez más, la eterna utopía de la belleza.