Ya en la calle el nº 1040

Hermanados en Bullas entre paraguas y estandartes

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

ANTONIO F. JIMÉNEZ

«¿Nos vamos a quejar por la lluvia?». Se pregunta el Obispo en una de las salas de la Casa Parroquial que conecta con la sacristía. «¿Nosotros? ¿Quejarnos porque está lloviendo cuando tanto necesitamos el agua, beneficiosa para las tierras y la salud? ¡Hermanados en Bullas entre paraguas y estandartesNosotros damos gracias y gloria a Dios por la lluvia!». Afuera, en la Plaza de España, mientras en el interior del templo se trata de poner orden a los cientos de personas, el chispeo incesante continúa empapando las 1.700 sillas, dispuestas en filas como bancos de iglesia. Eran blancas, de plástico; miraban hacia un altar violáceo y de «preparación exquisita», dice el Obispo. Desde la saleta, monseñor Lorca Planes comenta que no hay que vivir frustración ante estas adversidades meteorológicas y que la procesión ―que se tuvo que suspender cuando «arreciaron las chispujas», tal cual expresó un vecino de Bullas―, «no acaba nunca porque la llevamos en nuestro corazón». Se oye a alguien tratando de aplacar el barullo inevitable que ha sorprendido a la quietud del templo. Las más de mil personas que han venido a Bullas desde distintos puntos de la Región para celebrar la XIII Jornada Diocesana de Hermandades y Cofradías buscan cobijo después de que la lluvia les aguara la procesión.
Horas antes, en el alboreo del día, «cuando el cielo estaba entre nubes y claros», según una vecina del pueblo, se rezó el Rosario de la Aurora en caminata desde la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario hasta la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en el Barrio Nuevo, desde donde comenzaría todo. Y pese a las avergonzadas gotas que semejaban la boria del invierno y que se posaban como brillantina sobre los cabellos de los asistentes, todo parecía apuntar a que las gentes desfilarían calle Mediodía abajo dirección Plaza de España. Pero no hubo de pasar mucho tiempo para que, además de los estandartes, los participantes levantaran también sus paraguas. Los miembros de una banda de música, sin nada que protegerles de la lluvia, amarrados a sus instrumentos, tocando con los ojos cerrados porque las gotas se les deslizaban por las cuencas, claudicaron alzando sus instrumentos al cielo y diciendo: «¡Se acabó!». Se resguardaron bajo los portales y los techos de los balcones. Algunos retorcían los bajos de sus chaquetas y se formaba una catarata de miniatura.
Poco antes de salir la procesión, el Secretario de Cofradías había dicho que «en esta tierra de vino, los hombres somos los sarmientos y la vid el Señor». Pero como los planes de los humanos no son los mismos que los de Dios, como pontificó el Obispo más tarde en su homilía, coincidió que al terreno de viñedos llamado Bullas le tocaba riega. De modo que los presidentes de los cabildos estuvieron firmando protocolariamente en el libro de la peregrinación bajo la sombra gris de un paraguas transparente a las puertas de la Iglesia del Sagrado Corazón, donde la Virgen del Rosario parecía mirar la escena con el rostro levemente entristecido. Al trasladarla a su Casa, a «la Madre» la tuvieron que bajar de su trono y entrarla a hombros, elevándola al cielo, reposando su cuerpo sobre las palmas de las manos de los afortunados cofrades, mientras en el templo retumbaba la exclamación del párroco, don Juan José Noguera: «¡Viva la Virgen del Rosario!».
Antes de comenzar la misa, una voz cavernosa nombraba a los pueblos para que sus representantes firmaran de nuevo. Esta vez ya no bajo el cobijo de un paraguas, sino bajo el amparo de la Patrona. Estuvieron los municipios de la Comarca del Noroeste, además de una larga retahíla de pueblos, como Alcantarilla, Jumilla, Lorca, Cartagena, Mazarrón, Nonduermas, Yecla, etc, llegando a la cifra de 31 localidades. Algunas sillas que iban a hacer de bancos de iglesia afuera en la Plaza de España pudieron salvarse de las gotas y los organizadores las iban encajando en los rincones, delante del confesionario, adosadas a los bancos de madera.
«Caben menos personas, es verdad, pero nadie le pone fronteras a la alegría y al gozo», dice el Obispo antes de pasar a la sacristía para revestirse con los demás sacerdotes y presidir la misa. La última vez que dijo misa en Bullas fue en noviembre de 2014, en el pabellón Juan Valera, ante Sus Majestades los Reyes de España y ante los féretros de 13 vecinos fallecidos en el fatal accidente de autobús. «Mi último recuerdo es de intenso dolor, y cuyo primer aniversario vamos a celebrar este mes. Bullas es un pueblo especialista en inconvenientes», dijo monseñor Lorca Planes durante el transcurso de su homilía. Sonaba de cuando en cuando un crujido en la amplificación de su voz debido a algún problema de sonido. Quedó bien porque parecía como si la lluvia ―afuera ya inexistente, amainada― hubiera estado presente de manera simbólica en el interior del templo. «Un cristiano no debe vivir en las nubes»―las cenicientas de hoy, las cargadas de llanto― «sino en la tierra», expresó el Obispo.
De «la tierra de viñedos» le regalaron una botella a monseñor Lorca Planes, junto a un cuadro del Cristo del Carrascalejo, paraje donde vivió una parte de su infancia la Madre Maravillas de Jesús. Se le cantó el himno a la Virgen del Rosario y todos la miraron. Todos. Aquellos que ni podían ver el altar debido a las portentosas columnas de la Iglesia se asomaron para contemplar ahora el rostro pletórico de «la Madre».

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