Ya en la calle el nº 1037

Hacerse mayor

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Pascual García ([email protected])

Resulta muy difícil controlarlo todo y proteger de un modo absoluto a los más débiles. Los estados modernos en su afán por un ideal civilizador lo intentan; gastan dinero en campañas para sensibilizar a la población acerca de los mil peligros que nos acechan cada día: los accidentes, el alcohol, las drogas, la delincuencia, pero ni siquiera así, desde la escuela y desde todos los medios de comunicación, impiden que la pura animalidad del ser humano aflore cada día y haga de las suyas sin que se pueda hacer otra cosa salvo anotar los datos, las fechas y esta lenta hecatombe del hombre matándose poco a poco, porque ése es su destino y nadie puede evitarlo.

Han muerto algunos niños a consecuencia de un coma etílico, porque los muy jóvenes beben, aunque les perjudique, fuman, tal vez ahora menos que en mi época y toman drogas, bastante más que en mi adolescencia, y es posible que no se pueda hacer mucho para esquivarlo, salvo advertirles, sobre todo en el ámbito de la familia, de que morir no tiene gracia y de que el alcohol y las drogas no conducen a ninguna parte.
Yo también tuve doce o trece años, aunque parezca mentira, y sentí una rara fascinación por las sustancias prohibidas de los mayores, las que ellos consumían en sociedad, como los signos de un rito que pertenecía a una especie de logia secreta, a la que también yo quería pertenecer. Había visto a mis mayores, como los habíamos visto todos entonces bajo los efectos de alguna copa de más y entregados al consumo casi prestigioso del tabaco que les otorgaba, como a los héroes de las películas, una aureola notoria de exclusividad, y también nosotros queríamos aquello, como lo habían querido antes nuestros padres y nuestros abuelos; beber hasta sentir que entrábamos en un mundo diferente, más divertido, relajados y ajenos a la miseria cotidiana de la vida.
Una noche mis amigos y yo compramos alcohol y un refresco para combinar; entonces no lo sabíamos, pero estábamos inventando el botellón, porque, como los muchachos y las muchachas de hoy, necesitábamos un espacio de libertad para nosotros y que no nos robaran por consumir las bebidas que consumían todos. A esto se reducía aquello: a beber más barato, a beber en compañía de los nuestros y a hacerlo en libertad.
Llegué a mi casa seriamente perjudicado y me acosté; tardé dos o tres días en deshacerme del malestar y la angustia de aquella noche; es curioso que aborreciera el refresco cuya marca omito por ser muy conocida y porque no me pagan por darle publicidad, pero con el tiempo continué bebiendo ginebra con tónica o whisky con hielo en cantidades moderadas, claro, y en los momentos adecuados y me convertí en un fumador empedernido, al que, sin embargo, nunca le han hecho gracia las drogas, tal vez por un viejo prejuicio propio de mi educación campesina.
Se reabre en estos días el debate sobre el alcohol, las drogas y la adolescencia, y yo me digo que la entrada de los jóvenes en la madurez ha sido siempre peliaguda y peligrosa como lo es cualquier paso entre dos espacios que se hallan demasiado lejos, como lo son las relaciones sentimentales, el primer trabajo y tus comienzos como padre, o la vida misma.
La responsabilidad no puede ser más que de la familia, dejémonos de hipocresías, y también del propio joven, que se está abriendo camino en la selva de una edad difícil, pero que al menos no tendrá que cazar un león con un arco rudimentario y unas pocas flechas, ni afrontar un destino tan duro como el de aquel niño yuntero del poema de Miguel Hernández: “A fuerza de golpes, fuerte,/y a fuerza de sol, bruñido,/con una ambición de muerte/despedaza un pan reñido.”
Los peligros de la modernidad son otros y cada generación asume la tarea de afrontar el riesgo inexcusable de hacerse mayor y sobrevivir en el intento.

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