ANTONIO F. JIMÉNEZ
Como del rayo, hace un año, nos dejaba una. En esa mañana blanca de Algeciras, en esa mañana azul de la Playa del Carmen. Era el hombre que armonizaba las guitarras cubistas de Picasso. Se fue rozando marzo con la uña. Hundió los pies en la orilla mexicana, miró la mar encandilado, y de allá oyó un punteo soñando “escuchar un aire de su tierra”, como dice el poeta sevillano; hasta que se destensó del todo y para siempre la guitarra. Su hijo Curro le ha filmado en zapatillas, andando en bata por casa, con su nieto, y ha hecho un hermoso documental que se ha llevado un Goya. A los quince años se dejó a un lado sus dos apellidos y se presentaba como el hijo de la Lucía, la Portuguesa. Cuando oyó cantar por primera vez a Camarón sintió un calambre. Cuando tocó la nota final en su primer concierto en Estados Unidos, el público se levantó y le silbó. Creía que había hecho una faena, pero de entre bastidores le dijeron que no, que enhorabuena, que los silbidos allí significan aprobación. Sabicas, el primer impulsor del flamenco por el mundo, vio al joven tañer la guitarra y le pidió su voz y no que imitara tanto. No sé qué otro músico dijo de él que lo que más le sorprendía era que nunca se le notaba la tensión ni en las manos ni en la cara cuando tocaba. Se dormía soñando lo que había compuesto durante la jornada, pero al levantarse no le convencía nada. Pese a esto, creía en las primeras impresiones. Aquella mañana, todos los medios se sumaron a esa frase tremenda de que “le falló el corazón”, como si hubiesen querido decir más bien que le sonó mal una nota, que se le reventó una cuerda de repente. Un sonido grave, ya la nada.