PASCUAL GARCÍA
Un restaurante me sorprende por la calidad de sus productos y el grado de elaboración de sus platos, pero algunos, como éste al que me refiero, la sorpresa se la lleva uno desde el momento en que lo sientan a una de sus mesas junto a la muralla de un balneario árabe del siglo XII, en pleno corazón de Murcia. La amabilidad y la eficacia de sus camareras hace el resto, y uno se dispone a recibir los dones de su cocina con el espíritu propicio y el ánimo adecuado para el placer del gusto.
PASCUAL GARCÍA
Un restaurante me sorprende por la calidad de sus productos y el grado de elaboración de sus platos, pero algunos, como éste al que me refiero, la sorpresa se la lleva uno desde el momento en que lo sientan a una de sus mesas junto a la muralla de un balneario árabe del siglo XII, en pleno corazón de Murcia. La amabilidad y la eficacia de sus camareras hace el resto, y uno se dispone a recibir los dones de su cocina con el espíritu propicio y el ánimo adecuado para el placer del gusto.
Chipá de sobrasada y lomo de bellota, chutney de mango y calabaza y sablé de coco, bombón de gorgonzola y arándonos y croqueta de pollo y curry constituyen la primera propuesta a modo de entrantes que calman el apetito a la vez que disponen el paladar para el resto de la comida. Se nos indica un orden concreto para degustar estas delicias antes de pasar, con buen ritmo y con el vino ya servido, un excelente jumilla de los que empiezan a abundar por nuestra tierra y a los que es preciso atender con mayor frecuencia, a una milhoja de foie, atún rojo y fruta de la pasión, que deja en la boca la delicia cremosa del foie, el carácter del atún y la dulzura exótica del maracuyá, y todo ello en una mixtura tan interesante como suculenta.
Reconozco, sin embargo, que me impresionó el Ravioli de gamba roja y yema trufada, cuyo aroma aún llevo en la boca como la insignia de un restaurante que cuida los pequeños detalles y se esmera en los matices de sus platos, cuya alquimia no solo debe producir placer al comensal, sino someterlo a un proceso de búsqueda interior, a un reflexión de los sentidos y del alma para convertir el acto de comer en una ceremonia iniciática, en una entrada a un universo desconocido. Este plato lo consiguió, pero el Solomillo de buey con parmentier de boletus supuso la antesala a un colofón tan brillante como exquisito. La carne era tierna y jugosa y la salsa no escondía los sabores, sino que los potenciaba.
El postre, Cherrylove, con bombones de autor clausuraba del modo más dulce y elegante, más singular y atrevido, una comida, en la que los platos, el servicio y el marco, con un fondo de música americana de mediados de siglo pasado habían armonizado a la perfección para lograr el estado de ánimo propicio de una comida íntima, sabrosa e inolvidable.
Ojalá perdure su estupenda relación calidad precio y tengamos la oportunidad de visitarlo de nuevo.