JOSÉ ANTONIO MELGARES
Llegó a Caravaca coincidiendo con el estreno de su adolescencia, como ave cuyo nido no había elegido, pero se acomodó muy pronto allí donde comienza (o termina) la alameda de acceso a la ciudad, eligiendo a sus amigos entre quienes con él se formaban en el viejo Colegio Cervantes de los Andenes. Fue maestro de niños y profesor de adolescentes y jóvenes, y se enamoró de la ciudad como la ciudad se enamoró de él. Echó raíces familiares y, como roble en tierra fértil creció paulatinamente en amor por la tierra y sus gentes, siempre demostrado y continuamente declarado.
Su espíritu sensible a lo bello y trascendente se vaciaba con frecuencia en la poesía que durante años cultivó. Sin embargo, le atraía el aroma y el polvo de los viejos legajos perdidos en las alacenas de no menos viejos archivos y, fruto de aquellos aromas y polvos fueron sus relatos sobre la historia local e incluso comarcal, que ahí están para conocimiento de las generaciones presentes y también de las venideras.
Utilizó bien los talentos que le fueron concedidos, y con el rédito de aquellos “tocó muchos palos” en la sociedad que lo acogió como suyo. No es preciso enumerar sus méritos, porque bien nos los recordaron las flores y elogios que envolvieron su féretro durante su estancia en el tanatorio, hasta donde llegaron coronas y ramos de particulares e instituciones de difícil cuantificación por su abundancia, en el momento del adiós, en una mañana luminosa y triste del otoño caravaqueño.
La sonrisa helada de Carmen, su esposa, y la mueca de dolor de Victor, su hijo, han sido las más elocuentes ilustraciones de ese capítulo de la vida que acaba, y también del inicio de ese otro capítulo que se abre: el del recuerdo. Porque…El recuerdo perdura, aunque parta el amigo.