Ya en la calle el nº 1037

Flores sin espinas

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Pascual García ([email protected])

Hubo un momento mágico en mi vida, casi al principio de mi adolescencia o, tal vez, unos años antes, porque hay cosas que uno no acaba de situar el todo en el tiempo, en que entré de un modo natural pero casi inesFlores sin espinasperado en contacto con el mundo de los libros. Es verdad que mi padre me había enseñado a leer a los cuatro años y que desde entonces yo había leído todo lo que iba cayendo en mis manos, aunque nada era tan ajeno a mi vida en el barrio del Castillo y a mis amigos de aquellos primeros días. Allí las historias se contaban de forma oral y las mentiras ingeniosas e imaginativas nos entretenían durante unos minutos, sentados en los poyetes de la casa de don Faustino o en la baldosa del Rogelio. Pero leer, lo que se dice leer, allí no leía nadie.
Ya he contado que mi primer libro me lo regaló mi vecino Jesús, El Caramelo, como un legado de cultura que él me hacía a la manera de una iniciación extraordinaria en la particular logia del conocimiento. Por supuesto que conservo, a pesar de los años, casi medio siglo después, aquella llave al universo de un futuro tan diferente al que quizás me había sido destinado por nacimiento. Era una colección de relatos extraordinarios, y la leí una y otra vez durante años, empapándome de sus diversos tonos y de sus variadas tramas, de la tristeza agridulce de un realismo tan español junto con el aguafuerte de trazo grueso e impactante y el folletín sentimental de neta raíz decimonónica.
Una cosa es saber leer, juntar las letras y descifrar unas palabras en un papel y otra muy distinta padecer la enfermedad de la lectura, intoxicarte con el virus de las historias fascinantes que me contaban las páginas de aquel primer libro y descubrir que ese viejo y polvoriento artefacto, en palabras de Francisco Umbral, poseía la magia y los secretos de tantos hombres y de tantas mujeres que han poblado y pueblan el mundo, y que su aventura cabe, en ocasiones, en un puñado de páginas bien escritas.
Durante años no tuve otros libros en mi casa más que aquél que me regalara con tanto acierto mi vecino Jesús y los textos ordinarios de cada curso, en los que yo solía buscar el aliento de poemas y fragmentos literarios que me consolaban de tanta grisura y tanto tedio existencial, porque eran para mí como luminarias en la noche del espíritu en la que andábamos sumidos por aquellos años y por aquellas calles.
Yo desperté a la verdad del conocimiento y al pasmo del arte gracias a aquel primer libro, que se titulaba «Flores sin espinas» de un desconocido Luis Fernández de Retana. Fue el primer peldaño de una larga y empinada escalera que me guiaría hasta el lugar que ocupo, la vida que llevo y la dicha que disfruto.
Entonces no podía adivinar que el gesto generoso de mi vecino, su complicidad intelectual, me aportaría una estela luminosa que no habría de abandonarme nunca y una herencia de gozo inigualable que me colmaría en muchos instantes de mi existencia.
No sabía que aquel hombre menudo y un tanto hosco me estaba confiando un testimonio de humanismo inusitado. A él me gustaría dedicar estas palabras que dictan el recuerdo y el agradecimiento.

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