Febrero

ANTONIO F. JIMÉNEZ

Ha llegado febrero y nos ha peinado de nieve y viento. Llega como un amigo anual, de conversación breve y agradable, y nos regala un disfraz. Lo que uno quiso ser y no pudo, lo que uno quiere ser y no será, así funciona el chollo de la vida, así es un traje de carnaval. Un subconsciente florido, dijo alguno. Pero no hay que perder el tiempo en divagaciones de levitación, salpicaduras de baba cultísima. En febrero relucen los campos como un espejo mirando a la mar. Febrero es en la memoria de los colegiales una sucesión de hogueras en los solares y campiñas, bojas quejumbrosamente ardiendo, leñas y periódicos, cañas y piñas, cenizas en potencia de un febrero cuaresmal, en que había una mujer lejana implorando a la lumbre una súplica por sus tetas. Febrero tribal, pagano y enamoradizo. Hay un tiempo en que se detesta un día amoroso de febrero, en que los periodistas más auténticos, en que los grupos progres de solterones treintañeros, en que los pollos de las puertas, en que los rincones del patio, se llenan de murmuraciones en torno al catorce, en torno a la aprensión al catorce, en torno a la capitalización del amor en el catorce; y otro tiempo en que se agarra la mano lánguida y nívea del amado o de la amada y febrero es un tren que discurre por un paisaje incierto, sin importancia, innecesario, un tiempo azul y blanco, como las casas andaluzas en la orilla del mar. Febrero es un señor que juega su baraja de veintiocho cartas y fuma su cajetilla de treinta habanos, hasta que en el veintiocho se aja, chirría, y se infarta. Febrero vive en la insatisfacción febril y constante de ser más. Pero no sabe, acaso, que por su brevedad, es uno de los meses más queridos, preludio siempre de la flor.