Ya en la calle el nº 1037

Fanáticos del arroz

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Pascual García ([email protected])

Reconozco que nunca entendí la obsesión desmedida que despertaba el arroz entre los miembros de mi familia, sobre todo en mi padre, quien no dudaba en afirmar que él lo habría comido a diario sin cansarse. Parecía y, aún lo parece, como si no existiese otro alimento tan digno ni tan suculento hasta el punto de no concebir un día de fiesta sin la elaboración de la elemental paella de pollo y conejo. Es verdad que, según la temporada, los ingredientes variaban y así se le podían añadir habas, alcanciles y ajos tiernos en la primavera, guíscanos en el otoño, alubias y bacalao durante la Cuaresma, caracoles serranos, que mi padre iba trayendo poco a poco del Secano y metía en un cernacho para que se limpiaran durante unas semanas, y otras verduras de temporada. Mi madre me lo solía preparar caldoso con una cabeza de ajo y un poco de tomate, perejil y aceite en los momentos en que sufría una indigestión o un empacho y no debía comer nada de mayor consistencia.

A pesar de todo, no he sido capaz de comprender que un alimento tan elemental levantara tanta expectación y polémica, y no sólo en mi casa, desde luego, porque lo mismo pasaba en el resto de la familia y entre los vecinos.

Los puristas imponían sus criterios a ultranza, cronometraban el tiempo de cocción, impedían de cualquier modo que se introdujera una cuchara de metal en la paella y se empeñaban en dejarla reposar, una vez acabada, durante unos interminables diez minutos antes de ponerla sobre la mesa. Se hacían cábalas sobre el agua, la necesidad de hervir la carne antes de sofreírla o, a la inversa; el origen de los animales que se sacrificaban o de los vegetales que se incluían como ingredientes, incluso se establecían diferencias entre los arroces con leña y los que más adelante se han hecho con butano.

Ningún otro alimento levantó nunca tanto revuelo y discusiones como este sencillo cereal de origen asiático, con el que tantos platos se cocinan en esta parte de los Pirineos y que ha terminado convirtiéndose en el emblema alimentario de nuestro país. Nadie debería perderse el espectáculo insólito y extravagante de un puñado de guiris dando buena cuenta de una paella a altas horas de la noche en un chiringuito de la playa en el mes de agosto.

Durante mi infancia el arroz fue el verdadero caballo de batalla de mi familia: caldoso o seco, con habas y alcanciles, con pollo y conejo, con guíscanos, con alubias, bacalao y ajos tiernos, alguna vez con mejillones, en raras ocasiones con gambas y otros mariscos. La ceremonia comenzaba muy de mañana con el sacrificio del animal, mientras las mujeres se afanaban en la cocina para disponerlo todo o comprar los ingredientes que faltasen. Mi padre se aficionó muy pronto a este ritual culinario y fue convirtiéndose de un modo paulatino en el gran sacerdote. Era un proceso natural, pues le entusiasmaba  comerlo y su curiosidad lo había conducido hasta los orígenes: el proceso de cocción, la elección de la materia, la vigilancia atenta de la imagen colorista donde se combinaban el amarillo del azafrán, el rojo de los pimientos morrones, el verde del perejil y el marrón de la carne y todo ello hirviendo a gajos sobre una superficie metálica de tres dedos de profundidad apenas, pues el secreto del plato radicaba precisamente en sus exiguas proporciones, en su finura.

Arroz, al fin, un cereal tan antiguo como el hombre, que siempre consideré de un sabor aburrido y de una simplicidad absoluta. Por fortuna, algunos restaurantes españoles vienen siendo los mejores del mundo en los últimos años sin necesidad de repetir paella en su menú como plato exclusivo. No sólo de pan vive el hombre, leemos en alguna parte de la Biblia, a lo que yo debería añadir para resarcirme de mi infancia: no sólo de arroz vive el hombre. En mi casa, yo era un comensal extraño, heterodoxo y anormal, porque no perdía los estribos por una paella con pollo y conejo. Sin embargo, disfrutaba con la tradicional y variada cocina de mi madre, que alguna vez incluía un exquisito arroz con coliflor y patatas, predilección que me habría valido un anatema en toda regla y la obligación de abandonar con deshonra  ese club fanático, vulgar y numeroso de los adictos al arroz de siempre, casi una secta sin otro dios  que la monotonía y la insipidez ni otra doctrina que la repetición de viejos ritos ancestrales.

Veo a un hombre rodeado de mujeres en torno a un fogón en el que se está cocinando algo importante, pues así lo evidencian sus gestos grandilocuentes y sus palabras en voz alta, como si pretendiera elevar a  categoría de arte la supuesta alquimia, según la cual unas pocas semillas sumergidas en agua, acompañadas de otros alimentos y sometido todo a altas temperaturas, debe transformarse en una delicia gastronómica cada jueves, cada domingo o fiesta de guardar. Es el rito y así se nos ha venido transmitiendo desde hace años.

Lástima que yo no crea tampoco en ese dios.

 

 

 

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