Ya en la calle el nº 1040

Falta uno de nosotros (A Joaquín Martínez Carrasco, mi amigo Quines. In memoriam.)

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

Toda mi infancia fueron calles de piedra y tierra donde jugábamos a la bola o a la vaca, al zompo o al aro. Eran juegos de pobres, porque yo nací en una calle pobre y me crié entre muchachos y muchachas cuyos padres como los míos trabajaban en el campo de braceros, en septiembre se iban a la vendimia a Francia y volvían para el día de los Santos, en Navidad recolectaban la oliva, a finales de mayo cogían los albaricoques y en agosto, la almendra. En realidad, ninguna de estas ocupaciones nos permitía sobrevivir del todo, si no fuera porque nuestras madres administraban de un modo mágico e inexplicable los exiguos caudales que entraban cada año en aquellas casas destartaladas del antiguo barrio del Castillo.

Nunca logramos irnos del todo del lugar donde nacimos, y yo nací, en sentido estricto, pues entonces las madres daban a luz en el domicilio, apenas auxiliadas por una comadrona voluntariosa y algunas vecinas, en el número 4 de la calle Castellar, a unos pocos metros de la puerta del Castillo, junto a las almenas semiderruidas en aquel tiempo y al estercolero de las Torres, ya desaparecido por fortuna.

Hacía mucho frío en invierno y en ocasiones nevaba. Solíamos deslizarnos por la cuesta del patio del Relojero (el relojero, por cierto, era mi abuelo Cristóbal) sentados en superficies de plástico duro, en barreños viejos o en blancas tapas de inodoros en desuso que hacían las veces de toscos e inmanejables trineos y nos dejaban al cabo del patio, casi en el principio de la calle de La Soledad.

En verano cazábamos mariposas entre los cardos y los cambrones, nos bañábamos en secreto en pequeñas balsas de riego de la huerta y nos congregábamos bajo la parra del Rogelio, en la frescura de la baldosa para jugar a las cartas o al dominó o para contarnos historias de la vaca o manidos argumentos de película. El sol fustigaba los tejados y las solanas, mientras los mayores dormían la siesta. En aquellos años la siesta nos parecía triste y aburrida, y, además, por la tarde no teníamos sueño. Preferíamos vagabundear por las calles, refugiados bajo el alero de los balcones de D. Faustino, en los poyetes de los antiguos muros de la fortaleza o bajo las acacias de la Plaza de la Iglesia.

Era un tiempo largo y casi detenido, compuesto de días, meses y años semejantes que no desembocaban en ninguna parte. Era nuestra infancia, la que nos había tocado vivir en aquel barrio de callejones empinados y estrechos, repletos de macetas, viejas ollas rotas y mutilados recipientes de cocina, con geranios y alhábegas, dondiegos y jazmines.

Llovía a menudo y se formaban charcos en las calles de tierra donde colábamos la bola o bailábamos el zompo. Mi madre me ponía las botas de goma y cuando remitía la lluvia, salíamos a disfrutar del barro y del agua, inmunes a la humedad en los pies que nos habíamos calzado adecuadamente. Luego continuaba lloviendo durante días y por la noche, escuchábamos las canaleras en una sinfonía monótona y apacible de agua mansa.

Todo nuestro universo era Moratalla, y aún más, nuestro único territorio, el barrio del Castillo. Nos haríamos mayores y cruzaríamos aquellas fronteras con desigual fortuna, pero mien- tras tanto éramos habitantes de un país exclusivo que acababa en la Plaza, en el Cañico, en el Cerro o en la Soledad. De vez en vez nos internábamos en aquellos espacios lejanos, casi ignotos, pero muy pronto volvíamos a nuestras calles. Del Castellar a Curato, y del patio del Campanario al patio del Belenes, y de ahí a Las Torres.

Hoy, que he vuelto en tantas ocasiones desde la ciudad en la que vivo a mi casa y a mi calle, aquellas imágenes de la infancia me resultan diminutas como objetos de un juego infantil. Casas, corrales, almenas, patios y callejones se han transformado en testigos mudos y casi insignificantes de una aventura que yo viví larga, emocionante, única.

Nunca es mejor el tiempo pasado, porque ni fuimos más felices ni tuvimos más. La nostalgia es una trampa, un chantaje de la memoria o del miedo a que la vejez nos venza finalmente.

Ahora bien, nadie jamás podrá deshacerse del recuerdo pe- renne de aquellos años en que corrimos irresponsables, tuvimos amigos desinteresadamente y la gracia de la niñez nos bendijo con una apariencia de eternidad. He aquí el misterio de aquellos días, incluso para los que, como en nuestro caso, no fueron del todo favorables.

Al menos, nos igualaban las carencias, el trabajo que debíamos realizar en la huerta o junto a nuestros padres en la vendimia de Francia. Nos igualaban las calles que compartíamos, los juegos rudos, las palabras hirientes, los insultos a veces y las bromas; todo ello bajo una capa densa de camaradería que era para nosotros la auténtica amistad.

Reunidos en las Torres, en la balconada fastuosa sobre la huerta, las cañadas, el cementerio y la sierra, nos sabíamos diferentes. El sol, el viento, la lluvia y la nieve caían de un modo más intenso. A nuestra derecha se perdía el horizonte tras el que estaba Calasparra, delante, la sierra del Cerezo y a la izquierda, el Campo de Moratalla: Benámor, Béjar y San Juan, perdidos en los límites de un cielo azul y poderoso.

A veces estábamos todos: Diego, Joaquín, Jacinto, Roge- lio, Juan, Pepe y un servidor. Departíamos de un modo ocioso, asomados al escaparate de un paisaje único, absorbidos por el vértigo de la profundidad y de la lejanía. Jugábamos a construir un futuro que tal vez no se cumpliría o soñábamos con aquello que el azar nos tendría reservado. En realidad, matábamos el tiempo en compañía, cruzábamos la difícil frontera de la infancia y nos encaramábamos en una adolescencia impetuosa, con- trovertida y púdica.

Ahora es fácil contarlo, pero en aquel tiempo no éramos más que un proyecto, un haz de anhelos, el boceto de una vida que podría jugarnos una mala pasada en cualquier instante, porque la vida en aquel barrio y en aquella época no era fácil. Los muchachos se salían de la escuela muy pronto y se iban a trabajar con sus padres o se metían en la serradora o en la fábrica. Así lo hizo mi amigo Jacinto a una edad temprana. Así lo hicieron Juan y Pepe, los hermanos Carrasco, Rogelio y Joaquín. Otros nos marchamos a estudiar, y algunos optaron por aprender un oficio.

De manera que en plena adolescencia, cada uno tomó un rumbo diferente y nuestros caminos se dividieron. Era el mo- mento de madurar, tomar una decisión y arriesgarse. Era asimismo el momento de la despedida.

Las cosas no ocurren como en el cine. No hay un minuto crucial, dramático e inolvidable, sino que la vida fluye cotidiana y los días se suceden casi de un modo inadvertido, hasta que un buen día todo es diferente. Ya no nos reunimos en las Torres o en el patio del Campanario, bajo la parra que proyecta su sombra sobre la baldosa de cemento. Hemos abandonado los pantalones cortos y los juegos en la calle, y sobre todo nos hemos aventurado en las fronteras del Castillo hacia otros sitios, acaso porque ya salimos los fines de semana, buscamos a las muchachas en el paseo de La Glorieta, se inaugura la primera discoteca y entramos en las cafeterías de moda.

Ahora veo a mis amigos del barrio de tarde en tarde, porque mi viaje ha sido mayor. Me he marchado a estudiar a Murcia y he iniciado una nueva existencia. A partir de este instante ten- dré que compartir el sentimiento de la nostalgia con la esperanza en un futuro prometedor, sin olvidarme de que procedo del barrio del Castillo, concretamente de la calle Castellar y de que todas mis primeras huellas siguen en aquellos callejones junto a las de mis amigos, que de un modo paulatino han ido entablando relaciones con otras muchachas, han encontrado trabajo, se han resignado a una soltería apacible o se han casado con sus novias de siempre.

Tengo la impresión de haber aceptado de una manera tá- cita el compromiso de contar ese milagro silencioso y natural de la infancia, del pasado y del origen, y con ello, aludir a los míos, a quienes me acompañaron en aquel trance, con quienes me bañé en el Somogil o en La Puerta, y descubrí el enigma de las mujeres, el encanto de las tardes de invierno, sentados al sol y holgazaneando, mientras soñábamos con otras latitudes, con hembras de postín, con fortunas inmensas, con emocionantes aventuras que no llevamos a cabo nunca porque nos pillaron los años, la responsabilidad y la vida y nos dejaron al cabo de todo, enfrascados en nuestros propios negocios, en los estudios, los trabajos o la familia.

La vida discurre y nadie podrá sujetarla nunca. Todavía hoy nos vemos de vez en cuando y somos capaces de reanudar viejas conversaciones, chistes privados, chismes de la infancia; recordamos los apodos, las anécdotas y los pequeños descala- bros de aquel tiempo.

Ya somos hombres y nos hemos congregado aquí a unos metros de donde solíamos juntarnos por las tardes para jugar a la pelota o contarnos nuestras cosas. Esta es la calle Curato, un poco más arriba está la calle Castellar, mi calle, donde aún se halla la casa de mis padres. Tenemos el semblante serio: Nos miramos a la cara e intentamos volver a los viejos asuntos. Están muchos de los de entonces: Pepe, Juan, Esteban, Paco, Rogelio, Diego y algunos que llegarán más tarde, pero falta uno de nosotros, y ese no vendrá nunca, porque acaba de fallecer.

Nuestro amigo Joaquín, El Quines, nos ha dejado de una forma inesperada y trágica y se ha llevado con él el secreto de su muerte. Anochece y entra el frío por las Torres. Diego recuerda una anécdota que solía contar en otro tiempo y nos reímos todos, incluido Joaquín, el amigo que nos ha congregado, porque tene- mos la impresión, más tarde me lo confirmará mi esposa, de que él se encuentra a nuestro lado, como en los viejos tiempos, de que participa en nuestra conversación y se ríe de lo mismo que nos reímos todos. Tal vez sea éste el principal motivo de nuestra reunión, no velar su cuerpo o cumplir con la ceremonia del duelo, sino resucitarlo entre nosotros, y por unos minutos albergar la esperanza de que no se ha ido aún, de que permanece en su sitio como en los días de la infancia.

Esta noche trágica y fría de su velatorio, reunidos los amigos en un rincón de la calle Curato, no tengo más remedio que admitir por un minuto que tal vez cualquier tiempo pasado fue, en efecto, mejor y que la infancia es, en el fondo, el único paraíso perdido.

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