Ya en la calle el nº 1040

Epidemias en Caravaca a finales del S. XIX

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES/Cronista oficial de la Región de Murcia

La lucha contra el virus del «ébola» y el seguimiento que la población española está haciendo con natural preocupación, del proceso dSanatorio Dr. Haroe curación de la enfermera Teresa Romero, la hasta ahora única realmente infectada en nuestro país con posibilidades de sobrevivir cuando esto escribo, tras la muerte de los dos misioneros repatriados de África con la enfermedad y que no lograron sobrevivir, trae a la memoria del Cronista epidemias que asustaron a la población caravaqueña a finales del S. XIX e incluso ya entrado el S. XX, como las de «Cólera» de 1885 y 1890, así como la de «Gripe» de 1918, de las que sabemos por la prensa de la época. Afortunadamente el «Cólera» ha desaparecido del mapa sanitario español, y la «Gripe», en muchas de sus múltiples variantes, es fácil de combatir.

En todos los caso, y como el miedo es libre, la población caravaqueña, que aún recordaba la epidemia de cólera de 1855, mostró síntomas de sobresalto que las autoridades atajaron tomando medidas primero para evitar la llegada de la enfermedad y luego para combatirla con los medios a su alcance, que hoy nos parecerían un tanto rupestres.

El «Cólera Morbo Asiático», como se llamó la epidemia de 1885, producía vómitos repetidos y abundantes deposiciones, calambres, supresión de la orina y postración general que conducía a la muerte en muy poco tiempo. Fue muy agresivo en toda España y tuvo especial repercusión en la ciudad, sembrando el pánico entre la población y diezmando la misma.

Los primeros síntomas aparecieron en el mes de junio de aquel año y las autoridades, para prevenir contagios, dispusieron la apertura de un lazareto con hospital de campaña a las afueras del casco urbano, y concretamente en el «Cabezo de Gil de Ras», en el costado izquierdo de la alameda de acceso desde Murcia, entre el lugar conocido como «El Empalme» y la entrada en la ciudad. En dicho lazareto se concentrarían los posibles infectados (una especie de hospital Carlos III de Madrid en la actualidad, aunque con las diferencias que el lector puede imaginar). Otra de las medidas adoptadas por el Ayuntamiento fue dotar de una cerca de obra todo el casco urbano, con sus correspondientes puertas (como la de «Mayrena»), para controlar el acceso público a la ciudad, siendo fumigadas con productos desinfectantes personas y mercancías que por ellas entraban, procedentes de lugares contagiados.

A mediados de julio, el «Diario de Murcia» publicaba una información del corresponsal en Caravaca, en el que se echaba la culpa de la invasión epidémica a la familia de un farmacéutico murciano (Ginés Egea de Moya), que afectado del cólera se había trasladado a Caravaca, la cual desaprensivamente había lavado las ropas del enfermo en una acequia que regaba las tierras de la huerta, procedente de la denominada «Fuente del caldo». En aquellos días del comienzo de la canícula, según la misma fuente informativa, las invasiones coléricas pasaban de cien, y los muertos por esta causa ya eran sesenta en la ciudad.

Junto a las medidas sanitarias, basadas sobre todo en la inspección de mercados y en la vigilancia de las aguas, incluso por parte de la Guardia Civil, comenzaron las rogativas religiosas. Se hizo procesión de rogativa con la Virgen del Carmen el día de su fiesta, y se bajó la Stma. Cruz desde su santuario en el Castillo al Salvador el día de Santiago, para pedir a Dios por la conclusión del deterioro sanitario de la población.

La finca de «El Junquico», propiedad del marqués de Fontanar, por especial ofrecimiento del mismo se convirtió en centro logístico donde se ubicaron los carruajes utilizados para el transporte de cadáveres y las personas destinadas a ello. Y médicos y autoridades locales se volcaron en atenciones y desvelos para erradicar el mal. Es preciso destacar entre los primeros la actuación de los facultativos Dres. D. Pedro Pérez Celdrán en Archivel y Barranda y D. José de Haro Martínez en Caravaca; y entre los segundos la del alcalde Francisco Sánchez Olmo y del pedáneo de Archivel Felipe Marín Sánchez.

En agosto la epidemia había remitido parcialmente en la ciudad, pero se cebaba con especial virulencia en las pedanías de Benablón, Barranda y, sobre todo en Archivel, donde las víctimas fueron muy abundantes.

Con la presencia del otoño en el calendario local, remitió la enfermedad. A primeros de septiembre comenzó a tranquilizarse la población que, en agradecimiento a Dios organizó un «Día de Acción de Gracias», con solemne «Te Deum» por la mañana en la iglesia mayor del Salvador y procesión vespertina con la Stma. Cruz por las calles de la Carrera. Por la noche, ya como festejo exclusivamente cívico, hubo «Serenata» de la Banda de Música en la Glorieta, a la que acudieron, según afirma el citado «Diario de Murcia», el 15 de septiembre, «la mayoría de las señoritas del pueblo». Sin embargo, el Ayuntamiento aún siguió tomando medidas para evitar nuevos brotes: se prohibió la visita al cementerio el uno de noviembre y se atrasó el inicio del curso académico hasta el 2 de noviembre en los centros de enseñanza locales.

Cinco años después, en 1890, con el miedo aún en el cuerpo, se desató nueva epidemia de cólera en Valencia. El Ayuntamiento, en sesión plenaria extraordinaria, celebrada el 21 de junio, adoptó medidas con el fin de evitar un nuevo contagio en la ciudad. Entre ellas someter a observación, durante tres días cualquier mercancía o género de toda especie procedente de Valencia. Lo que se debería hacer en el lazareto en que se había de convertir la casa de Ángel Ferrer, en el «Cabecico de Gil de Ras». Así mismo se organizaron comisiones municipales para efectuar visitas domiciliarias a las personas que presentaran algún síntoma de contagio. Las empresas encargadas del transporte de personas o mercancías deberían informar a la alcaldía de aquellas que procedieran de la provincia de Valencia, bajo multa de 25 pts. Finalmente los médicos de la ciudad debían informar de inmediato a la alcaldía de cualquier caso de enfermedad sospechosa.

Las medidas de «cuarentena» debieron ser suficientes ya que no se detectó contagio alguno en Caravaca. Sin embargo aún se inspeccionaba la salud de quienes llegaban de fuera en el mes de octubre, ya que el citado «Diario de Murcia» correspondiente al 29 de dicho mes, indica que los médicos caravaqueños reconocían a diario a cuantas personas llegaban hasta aquí procedentes de Murcia, ciudad en la que sí que atacó el cólera durante los meses de octubre y noviembre.

Como el lector puede apreciar, hay muchos paralelismos en la prevención epidemiológica si comparamos el antes y el ahora. Lo que ha cambiado, por fortuna, son los adelantos de la industria farmacéutica para combatir las enfermedades. En lo preventivo, sin embargo, si exceptuamos las medidas de tipo aséptico, hay coincidencias entre ayer y hoy. De la «Gripe» de 1918 me ocuparé en otra ocasión.

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