Ya en la calle el nº 1041

Enemigos

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])/Francisca Fe Montoya

Aunque parezca una palabra de significado brutal y, en ocasiones, debamos sustituirla por la de adversarios, contrincantes, rivales u oponentes, el caso es que a uno le da la impresión de que alguna vez en la vida ha tenido algo así, e incluso, que quien no los tiene, lo habría necesitado para ser importante. Un enemigo nos confiere cierta categoría y gracias a él adquirimos una dimensión nueva, como si nuestro lugar en el mundo alterara de algún modo la existencia de los otros.

Pascual García ([email protected])/Francisca Fe Montoya

Aunque parezca una palabra de significado brutal y, en ocasiones, debamos sustituirla por la de adversarios, contrincantes, rivales u oponentes, el caso es que a uno le da la impresión de que alguna vez en la vida ha tenido algo así, e incluso, que quien no los tiene, lo habría necesitado para ser importante. Un enemigo nos confiere cierta categoría y gracias a él adquirimos una dimensión nueva, como si nuestro lugar en el mundo alterara de algún modo la existencia de los otros.
EnemigosPor fortuna, enemigos mortales no creo haber tenido nunca, acaso porque no he sido tampoco un hombre malvado, aunque en la literatura y en el cine he admirado siempre a estos personajes y alguna vez me he identificado con ellos.
La causa más común de este sentimiento de contrariedad y discrepancia suele ser la envidia. Si tener un enemigo al menos, nos rescata del vulgar anonimato, ser objeto de la envidia de alguien puede llegar, en algún caso, a constituir un asunto verdaderamente peligroso. Tal vez porque el envidioso no suele dar la cara y, cuando lo hace, ya se ha consumado el mal, y, asimismo, porque opera en las sombras y nunca lo ves venir, pero a cambio tienes de continuo la desasosegante sensación de que algo o alguien te rondan sin un propósito claro, pero en absoluto propicio.
Al final, llega uno a la conclusión de que igual de negativo es tener enemigos como no tenerlos y de que apenas puedes hacer nada por una cuestión o por la otra, porque no se trata de una decisión consciente, sino de algo que nos eligedesde fuera, como nos elige el amor.
La verdad es que en muy raras ocasiones he admitido que alguien fuese mi enemigo, porque me reconozco orgulloso y no me agrada concederle ese poder a nadie. Como mucho, y ya mis años me lo empiezan a permitir, le he retirado el saludo y la palabra a algún cenutrio que ha osado toserme de una manera tóxica.
Tampoco, y por las mismas razones, me he consentido nunca la debilidad de un contrincante que estuviese a mi altura y al que yo debiera rendirle la dudosa pleitesía de mi admiración envenenada.
Este país destaca por su mala baba y por no permitir que prosperen sus hijos más distinguidos. La ponzoña de la envidia nos ha paralizado, según esta idea, desde antiguo, y algo de verdad hay en todo ello, porque nos cuesta horrores reconocer la grandeza de los otros, sobre todo, si los otros comparten con nosotros la tierra o la edad.
Es fácil felicitar al que vive lejos o nos duplica los años, pero nuestro propio vecino, con el que jugamos de críos y que nunca nos pareció despabilado en exceso no puede haber ganado una carrera de atletismo o las oposiciones a juez. No vamos a consentir que el genio que no reconocimos en su día aflore décadas después y nos arruine la imagen mediocre que habíamos albergado de aquel conocido de nuestra infancia.
De igual modo, si los profesores repasáramos las notas que les pusimos a nuestros alumnos nos llevaríamos terribles sorpresas y más de un desengaño. Recuerdo a un profesor calificando a un alumno de un modo frívolo y con un número estándar: este alumno es de 8, no de 9, me decía. Yo conocía al alumno y me mordí la lengua, que no suele ser un acto habitual en mí, pero estuve a punto de responderle: lo es para ti que eres un profesor de 8 y no de 9.
El corazón humano hospeda un vendaval de emociones encontradas que, en muy raras ocasiones, logramos dominar de una manera conveniente. ¿De dónde nacía el odio de Quevedo por Góngora, siendo ambos como lo eran dos poetas excelsos, o la envidia de Salieri por Mozart, con una causa más justificada, dado el genio inmenso del segundo? ¿De la debilidad, de la mediocridad, de nuestra pequeña condición humana?
En cambio, no tener a nadie que de un modo secreto vigile tus pasos, padezca con tus éxitos y te deseeun fracaso inminente, no nos parece muy sugestivo como preferimos el odio de una mujer a su aplastante y ciega indiferencia. Cualquier cosa menos esto último.
¡Bienvenidos sean, pues, los enemigos!

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