Ya en la calle el nº 1037

Enamorarse a los cincuenta

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Pascual García ([email protected])

Me dice un amigo mío, sorprendido y entusiasmado, que el amor ha vuelto a atraparlo entre sus brazos, aunque hacía muchos años que no sentía ese revuelo incontrolado de agujas finas en el estómago, ese bullicio irreverente de la sangre en las venas y el calor desmedido del corazón, aderezado todo con un leve mareíllo, una desgana mañanera y una zozobra intensa cuya causa no acabamos de encontrar. Me dice que no es diferente de lo que recuerda haber sentido antes, a los doce años, por ejemplo, con su primera novia, y que todo se resume en un rostro ausente, en un ánimo abatido, conturbado, triste sin causa, y venturoso sin razones; traigo a mi memoria entonces aquellos versos de Lope: “Desmayarse, atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal,  difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso”. Según mi amigo, nada parece cambiar con la edad y yo añado que esos efectos de estar enamorado son tan antiguos como el mundo y, es más, yo diría que la creación misma responde a estas misteriosas sensaciones.

Me dice también que pasa horas feliz y que algunas otras le acometen todo tipo de miedos, recelos y sobresaltos, que constantemente siente el aleteo de un pájaro que pretendiera tomar vuelo y elevarse en el aire, que ha tenido minutos de amargura, de melancolía y desconsuelo  pero que nunca ha pensado en pararse y en echar marcha atrás, que desde el principio supo de la maravillosa aventura del corazón y quiso insistir en ese estado nuevo: “No hallar fuera del bien centro y reposo/ mostrarse alegre, triste, humilde, altivo/ enojado, valiente, fugitivo/ satisfecho, ofendido, receloso”quehacer, porque los versos del poeta madrileño siguen por fortuna tan vigentes como en el siglo XVII.

Me apiado de mi amigo porque tengo la impresión de que en efecto se ha enamorado en el final de los cincuenta con la intensidad de aquellos amores bisoños, purísimos y descontrolados de los doce años y de que está desbordado del todo, puesto que es presa no de sus ideas sino de sus propios sentimientos, incluso del caos pasional de sus hormonas y porque está disfrutando como un crío del primer amor, pues ha regresado en el tiempo al eterno y dorado  paraíso de la adolescencia y no está dispuesto a perder ese tesoro valioso de inocencia, ternura y eternidad.

Tampoco sabe exactamente lo que le está pasando, ni siquiera puede asegurar el futuro, vaticinar el destino de esta hecatombe de la razón,  aunque con los años que tiene debería ser capaz de gobernar con mano firme la nave de su existencia. Acude a mí para compartir su sorpresa, su cuidado y su zozobra, pero yo solo puedo constatar el desorden jubiloso de su corazón, quizás porque habla atropellado, porque olvida sus obligaciones diarias con frecuencia, porque recuerda escenas insignificantes , aromas intensos y palabras que pronunció alguna noche en la terraza de una cafetería popular muy cerca del rostro de ella y porque el amor le ha devuelto el brillo enigmático de la juventud, y olvida, sin embargo asuntos primordiales, quehaceres fundamentales e ideas básicas.

Podría decir que está asustado como un niño al que estuvieran a punto de arrebatarle un sueño y que a la vez sabe con un conocimiento radical que nada ni nadie tendrá el poder de cambiar el curso de su dicha. Se ha visto en los últimos días al borde de un precipicio y ha notado la llamada del vacío, pero todas las veces ha vuelto de la mano de ella, seguro y confiado, con la fuerza del que ha decidido seguir adelante y proclamar su amor sin miedo y en voz alta.

Se ha convencido, al fin, de que se ha enamorado a los cincuenta con el mismo vigor, con la misma verdad, con las mismas ganas que cuando tenía tan solo doce años.

Y ha tomado la firme determinación de ser feliz hasta el final.

 

 

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