Francisco Martínez Albarracín
Fulgencia llama por teléfono al célebre escritor sirio de origen kurdo, Faramarz Hajari, para invitarle a venir a nuestra capital y participar en unas conferencias agrupadas bajo el título: Tres miradas sobre el exilio en Murcia. Así comienza esta hermosa y sugerente novela, que pretende hablarnos del viaje, en palabras del autor, como una exploración del propio ser. Mas es también una amena y muy apropiada manera de introducirnos en la fascinante persona y el complejo y rico mundo de Ibn Arabi, un universo que es, según se ha dicho, un verdadero mar sin orillas.
Permítaseme, ya al inicio de esta reseña, hacer algunas alusiones personales. En la novela los nombres están cambiados, pero se refieren a personas reales. Yo conocí a Fulgencia hace muchos años y fue ella quien me habló de la existencia de este texto, antes de que fuera publicado en Francia. El libro y su trato con el autor permitieron nuestro gratísimo reencuentro y más tarde una serie de muy bellas experiencias. De manera que leí dos veces el original para sendas presentaciones en Murcia, en las que conocí a Fawaz, y ahora he vuelto a leerlo en la excelente traducción de Montserrat Abumalham, que es también una magnífica escritora.
Expresándose con enorme sinceridad, el autor se nos describe “inquieto por naturaleza”, de “imaginación desbordante”, viajero incansable, agnóstico, aunque no desconoce importantes aspectos de la religiosidad islámica… Y yo lo descubro siempre atento a los nombres, a sus significados (Faramarz significa rey que perdona y Hajari indigente), una clave para ingresar en mundos herméticos. Atento también a las coincidencias, mejor, a las sincronicidades. No en vano tiene algo de místico y es amante y conocedor de los grandes poetas persas de los siglos XII al XV, que tan bien ha comentado, entre otros, Daryush Shayegan.
Nos va contando su viaje a Murcia (también a Caravaca de la Cruz, mi patria chica), sus experiencias, sus reflexiones y esperanzas. Nos va proporcionando elementos esenciales de nuestra historia, nos hace pensar, nos relata fábulas y anécdotas… Pero, sobre todo, a mi entender, nos acerca a la enigmática figura del más grande de los maestros del sufismo: traza algo de su vida, informa sobre sus viajes y relaciones, alude a alguno de sus más hondos temas, nos lo revela como profeta del amor y la tolerancia, y cita, cómo no, alguno de sus incomparables versos:
“Amado, / ¡tantas veces Me he mostrado a ti / y tú no Me has visto! / Tantas veces Me convertí en suaves efluvios / y tú no los percibiste /… / ¿Por qué no puedes llegarte a Mí / a través de las cosas que tocas? / ¿O respirarme a través de los aromas?”
Versos que nos recuerdan los célebres del soneto de Lope de Vega, que empieza así: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”
Hussain nos ilustra, lo hemos dicho, acerca de la vida de Ibn Arabi, con datos precisos. Una vida que también ha resumido magníficamente nuestro admirado amigo Fernando Mora, en su excelente libro sobre el maestro andalusí. En él encontrará el lector, seguramente, la mejor introducción en castellano a la obra akbarí. Hay, sin embargo, que mantener la cautela, pues no sabemos en qué lugar exacto nació y vivió en Murcia; razonable es pensar que viera la luz en la casa de verano de sus padres, al nacer en Julio, posiblemente en La Alberca. Y viviría cerca de la mezquita aljama, hoy catedral. La calle de los Bolos o la calle Fuensanta, aunque se menciona en la novela, y lo sugiera en ella persona autorizada, no pueden ofrecernos garantías.
El protagonista no oculta los motivos de su desasosiego, pero el viaje guarda sus promesas. Se está como a la espera de un acontecimiento, de una sorpresa, de una revelación.
Todo en este pequeño libro tiene su sentido. Muchos detalles se pueden convertir en señales. Parecen pensados a conciencia, o acaso signifiquen hondas intuiciones, que el mismo escritor no siempre domina. Así, me parece, muy especialmente, el momento, forma y lugar en que el viajero -a punto de llegar al mausoleo del maestro sufí, en Damasco-, se cruza con la joven de exquisita y sobrehumana belleza, que es aquí, aunque no se la nombre, Nizam, la armonía, la encantadora y sabia criatura que, también para Ibn Arabi, encarnaba la gracia, la Sophia. Y para Faramarz, Elvira será su damascena, pues incluso físicamente a ella se parece.
No hace falta que lo diga: Faramarz es Fawaz, convertido en personaje. Ya escribió Ortega que la vida, nuestra vida, es como una novela. Por eso es también un exiliado. Yo creo que todos lo somos en un sentido cierto y María Zambrano lo explicó admirablemente. Así leemos en la página 77: “El exilio y no el sentido común era la cosa más compartida del mundo”. Exiliado de su pueblo kurdo (con c lo escribe siempre la traductora), el más grande del planeta, que no tiene estado, nación, ni fronteras, como también se nos dice en el libro. Y exiliado 40 años en Europa cuando realiza su primer viaje a Murcia. Antes, en agosto de 2010, el autor estuvo por última vez en Damasco, pudiendo visitar el mausoleo de Ibn Arabi, en el barrio de Salihiyye, en la ladera del monte Qasiyun.
Se van entrecruzando, conforme avanzamos en la lectura, los relatos de lo vivido y lo soñado, lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo puramente novelesco. Da lo mismo. Fawaz nos atrapa de todos modos y cuesta trabajo desprenderse del libro. Además, la novela no carece de humor y está muy bien escrita. Si no gustase a algún purista, se me ocurre sugerir que hay cosas que solo ven y sienten las personas sencillas. También los poetas. La poesía supone una especial sensibilidad en la percepción de la vida. Pero no soy literato; menos aún crítico. La persona que lea estas líneas hará bien en no tomar al pie de la letra mis observaciones acerca de la escritura.
No voy a referirme a la grandeza de Ibn Arabi, autor de más de 400 obras, ni a su portentosa visión cosmoteándrica, que aúna trascendencia e inmanencia, fe y conocimiento; que lee en las cosas y en la naturaleza las cifras de lo invisible, que nos habla de las teofanías y nos muestra el camino de la realización. Tampoco diré por qué las gentes de mentalidad cerrada y estrecha no pueden comprender ni saborear las aperturas del corazón, que nos renuevan como la creación incesante y nos regalan la más genuina libertad.
Murcia puede presumir, sentirse orgullosa de este hijo que siempre la tuvo en su corazón. Y Murcia tampoco olvida, aunque siempre podemos hacer más. Por tener presente y dar a conocer a este gran hombre que, en palabras de Claude Addas, su mejor biógrafa, citada por Hussain, “quería ser un mensaje universal de esperanza para toda la humanidad”.
Faramarz Hajari, no está “inclinado a las especulaciones metafísicas”, según él mismo dice; ha sabido no obstante abrirnos una puerta a la más alta de las metafísicas: la que es capaz de sugerir lo indecible, la que se ocupa del secreto de la vida.
Esta tierra que pisamos y estropeamos es también el paraíso. Como Ibn Arabi, lo supo el prodigioso zapatero y teósofo alemán Jacob Boehme, que tanto y tanto tiene en común con el sabio murciano. Y lo sabe Fawaz, pues lo afirma expresa y reiteradamente en su relato.
Lo que pasa, a mi entender, es que creemos que el más allá no está aquí, que se encuentra infranqueable mente separado de la vida cotidiana de tejas para abajo. Creo que no es así. No lo fue ya nunca, después de su conversión, para Ibn Arabi: lo sobrenatural nos atraviesa y mantiene vivos. Cuando se experimenta esto, la religión (por cierto, otra palabra hoy gastada) se convierte -lo dijo Rumî- en maravilla, entusiasmo y belleza.
Faramarz parece no estar seguro de esto, pero lo presiente. Por eso sus paseos por la ciudad son también algo sagrado. Lugar importante es el Puente que aquí llamamos Viejo, el Puente de los Peligros, cercano al hotel donde se aloja, pues va a ser espacio de revelación. De los peligros y, permítaseme decirlo, también de los peregrinos, pues el secreto de la vida, si no me engaño, está en el secreto del viaje. Pero lo dejo para el final de estas líneas.
Por poner solo un pero, diré que discrepo un poco de mi amigo Fawaz, cuando escribe que el maestro murciano debió ser un solitario y un incomprendido. Y no es que no tenga sus razones para decirlo, pero pienso más bien que conoció la verdadera soledad del que nunca está solo. Y si fue incomprendido y perseguido por gente cerril, todo lo contrario le pasó con los innumerables discípulos que le siguieron y comentaros sus obras. Como sucede afortunadamente en la actualidad.
Oportuna es la referencia a Don Quijote y su vinculación a Ibn Arabi, mostrando en qué se parecen. Los dos fueron fieles caballeros de amor, de una caballería a lo divino, y los dos tuvieron un amigo leal que les servía. Tranquilidad y confianza ve el protagonista en un rostro de Don Quijote. Cómo el hombre se convierte en niño y cómo se llega, tras tantas batallas, al descanso, a la serenidad.
Por cierto, ya que hablo de caballería a lo divino, recomiendo la lectura o la escucha (se encuentra el video en internet, también en la web de MIAS-Latina, la Ibn Arabi Society Latina, con sede en Murcia desde 2012) del hermoso artículo, o conferencia, de Luce López-Baralt sobre Cervantes y san Juan de la Cruz, donde se comenta el pasaje del Quijote en que se narra el encuentro del Caballero de la Triste Figura con quienes transportan de noche los restos del santo carmelita de Úbeda a Segovia. Me parece precioso, y oportuno mencionarlo ahora.
Hay un momento de la novela, ya acercándose a su final, que me conmovió especialmente: el encuentro imaginal e inesperado del protagonista con Miguel Palacios (en clara referencia a Asín Palacios). Imaginal en el sentido que le da Henry Corbin, punto de encuentro entre lo visible y lo invisible, entre lo material y lo espiritual, entre lo humano y lo divino; lugar propio de la teofanía. No lo contaré, claro, pero aquí atisbo yo, aún con mi torpeza, la clave del misterio. Por eso discrepo de Jean-Jacques Bedu, que hace un hermoso prólogo a la novela: no se trata de algo “irreal”, ni tampoco de una ilusión o alucinación. Es otro modo de adentrarnos en “la vasta tierra de Dios”, como en los sueños arquetípicos o en las auténticas visiones. Pero los ojos tienen que estar despejados. A ello ayuda mucho el desapego de la propia voluntad.
Vuelvo a decirlo. El autor no pretende ofrecernos “florituras literarias” ni “engañabobos” -son sus palabras- cualesquiera. Nos regala un trocito de vida, nos propone algo propio, personal y universal: su recepción de una baraka, si se me permite decirlo, el secreto más íntimo, que se resiste a ser fijado en el papel, mas se muestra a sí mismo. Y a quien lo sabe sentir.
Ibn Arabi, de camino a Oriente, regresó a Murcia en 1199. Se había marchado a Sevilla con sus padres, como es sabido, con siete años. Y en Córdoba se encontró con Averroes. Y tuvo al menos tres encuentros con el Verde, con el Hadir, que bebió en la fuente de la vida. No se cuentan en la novela. No hace falta. El mar sin orillas no cabe ni en cientos de páginas. Un vasito de su agua nos puede descubrir todo el sabor. Y embriagarnos. El universo entero, como escribió el poeta, cabe en un granito de mostaza.
El refranero español lo dice así: “Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. La sombra y la luz de Ibn Arabi me parece que no se han ido nunca de Murcia. Esperan nuestra atención, incluso nuestra curiosidad. Si sus libros no son fáciles (lo bello es difícil, ya lo afirmó Platón), su generosidad fue grande. ¿Acaso creerá alguien que ya ha prescrito?
Puede que ignoremos los modos y maneras de ofrecerse lo divino, que está en el corazón de todas las cosas… Sin embargo, los viajeros, los peregrinos, saben que hay un momento en que el cansancio se borra y una inesperada brisa besa y renueva los ojos fatigados.
El místico murciano coincide con Juan Ramón Jiménez, que afirma en unos versos: “… que donde tienes que ir / es a ti solo”. Aquel escribe: “Oh tú, que buscas el camino que conduce al secreto, retorna sobre tus pasos porque es en ti mismo donde se halla todo el secreto”[1].
En el capítulo 175 de sus Iluminaciones de la Meca trata Ibn Arabi sobre el conocimiento espiritual de la estación de la renuncia al viaje. Extraigo algunos fragmentos:
“… Dios dice (en el Corán 57: 4): “Él está con vosotros dondequiera que estéis”, ya que para cruzar distancias hace falta dificultad adicional y esfuerzo particular…
¿Por qué tengo que vagar, cuando el movimiento para alcanzarle es una señal de que no le he encontrado todavía en la quietud?…
Ya que el quedar quieto es preferible al movimiento (o puede decirse que tiene precedencia con respecto al movimiento, awla min)…
Por lo tanto, incluso si lo que te sucede como siervo es el viajar y el cambiar de sitio, deja que sea Dios quien te lleve en la litera de cuidado divino, mientras permaneces en ese estado de quietud dondequiera que sea…
Ahora que hemos saboreado estos dos estados, hemos visto que la quietud es preferible al movimiento y conlleva una mayor conciencia (de Dios) en el cambio de los estados que nos sobrevienen a cada instante, con cada aliento. En efecto, no se puede evitar ese cambio (de los estados) dentro de nosotros: esto es un camino que siempre trae algo nuevo, un camino en que se nos conduce en lugar de que nos conduzcamos nosotros mismos…”[2]
Reseña del libro: Murcia, tras las huellas de Ibn Arabi, de Fawaz Hussain
Traducción de Montserrat Abumalham
La Fea Burguesía, Murcia, 2022.
[1] Kitâb al-Isrâ, en Les Illuminations de la Mecque: Anthologie présentée par Michel Chodkiewicz, Albin Michel, París, 1997, p. 41.
[2] Citado y traducido por James Winston Morris, The Reflective Heart, Fons Vitae, 2005, pp. 43-45.