Pascual García ([email protected])
Además de un frío terrible, que combatíamos convenientemente con el fuego de la chimenea o de las estufas, en el barrio donde nací hacía y sigue haciendo mucho aire, un viento que golpeaba incesante las paredes de las casas, tocaba el instrumento invernal de los tejados y producía esa música que constituyó la banda sonora de mi infancia. Durante días y noches zumbaba en los callejones, ululaba como un animal desesperado, levantaba tierra en la forma de caprichosos remolinos y se llevaba de un lado para otro plantas secas de Las Torres, papeles y desechos. Mi padre, al que siempre ha puesto muy nervioso la furia del aire, solía decirnos que no saliéramos fuera o que evitáramos andar bajo el alero de los tejados, porque el peligro de que nos cayera alguna teja suelta o un alquezón resultaba demasiado probable.
Así que, en aquellos días, nos recogíamos en la cocina junto a la chimenea de mi abuelo o a la estufa que había encendido mi madre muy temprano en nuestra parte de la casa y yo me refugiaba en la ficción de mi puñado de indios y americanos, una flamante diligencia de plástico duro y un camión de lata e imaginaba mundos exclusivos en los que podía ensimismarme durante horas, crear argumentos efímeros, escenas fugaces y diálogos que nunca más repetiría entre el chérif de turno y el pistolero, veloces cabalgadas, persecuciones y huidas sobre el desierto inhóspito e interminable del suelo de la cocina, en tanto una bandada de pieles rojas iban rodeando a los protagonistas de aquel western reiterativo que supuso el juego principal e iniciático de mis primeros años.
Guardo, no obstante, en mi memoria la martingala del viento soplando durante los días y las noches con bárbara insistencia, como si un enemigo sin forma y peligroso nos asediara constante, casi cerril, empeñado, como en el cuento de los tres cerditos, en echar abajo la casa y desmantelar nuestra morada.
No era, en puridad, miedo, porque me sentía seguro en el fondo, protegido por los míos, era más bien la sensación de una vaga amenaza y de una melopea salvaje que el espíritu de una naturaleza desatada parecía interpretar con saña y de un modo despiadado.
En ningún lugar de Moratalla pegaba tanto el viento como en El Castillo y nosotros, los muchachos del barrio, guardábamos aquella certeza con orgullo, porque también el viento era nuestro y cincelaba nuestro carácter, de cuya rudeza solíamos envanecernos. Resultaba incómodo jugar en aquellos días, porque éramos incapaces de controlar las viejas pelotas de plástico o las bolas de colores con las que jugábamos en la tierra ni los aros que empujábamos diestros con un gancho especial calle arriba y calle abajo en un viaje sin destino.
En Las Torres tremolaban las prendas que tendían las mujeres y a las muchachas les bailaban las faldas por efecto de un viento atrevido y cómplice que nos permitía vislumbrar los colores íntimos de su ropa interior, pero aquel viento no parecía que fuera a cesar nunca y nosotros nos cuidábamos de pasar por el borde de los terraplenes por temor a que un golpe inesperado nos despeñara y permanecíamos atentos al cielo y al horizonte como creyentes de una fe cuyo mesías no había llegado aún.
Ocultos en las pequeñas y cálidas cocinas, jugueteábamos con las ascuas del hogar y soñábamos con la primavera próxima.