Ya en la calle el nº 1037

El viaje a ninguna parte

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Pascual García ([email protected])

Lo decidimos de forma repentina aquella noche de verano, mientras charlábamos en la Plaza de la Iglesia distendidos y jóvenes, con la sangre revuelta por la brisa cálida de julio y la magia de un cielo alto y estrellado. Fue todo muy rápido, un impulso propio de la edad, casi un capricho adolescente.

Alguien nos había contado que en Archena se encontraban unas piscinas estupendas, donde solía acudir mucha gente, y a nosotros se nos representó la imagen sugestiva de muchachas en bikini bajo el sol. Estuvimos todos de acuerdo enseguida en coger la tienda de campaña, que compartíamos, un par de mantas, dinero y poco más para emprender el viaje al borde de la medianoche, haciendo autostop en dirección a aquel destino imprevisto, mágico, que acababa de convertirse en todo un reto para nosotros, sentados en un banco tosco de la plaza frente a la oscuridad de un paisaje que conocíamos sobradamente, aburridos tal vez de soportar los días monótonos y semejantes de unas extensas vacaciones escolares.

Hasta la mitad del camino resultó sencillo. Desde Moratalla nos llevaron a Cehegín, y unos minutos más tarde nos recogieron en un furgón y nos descargaron a la salida de Bullas, en plena madrugada y sin asomo de circulación en una carretera desierta y silenciosa como la propia noche.

Una hora larga pasamos en el arcén aguardando y no vimos ni un solo coche, ni una sola luz que avivara nuestra esperanza de proseguir aquella insólita excursión nocturna. En algún momento, al fin, decidimos entrar en el pueblo andando y nos topamos con una plaza y un escenario improvisado, donde unas horas antes un grupo había tocado música y unos jóvenes habían bailado quizás a su alrededor para celebrar las fiestas patronales o el fulgor vigoroso de la estación recién estrenada.

Nos sentamos bajo la tarima y fuimos acurrucándonos, cansados y con una sombra de decepción en los ojos. Habíamos decidido aguardar la llegada del amanecer y tomar una resolución con la nueva luz, pero la noche fue interminable, incómoda y apenas dormimos unos pocos minutos. Las horas, detenidas y espesas, no transcurrían en aquel espacio nocturno, que recorrimos en varias ocasiones para inspeccionar la zona y para matar el tiempo. Nos sentíamos náufragos y a la intemperie, sumidos en una pesadilla de sueño y desaliento.

Por la mañana subimos a un autobús que nos dejó en Mula y desde allí reiniciamos el viaje hasta el sitio donde nos dirigíamos, cargados con la mochila y la tienda de campaña, extenuados y sudorosos, como peregrinos en el cumplimiento de una penitencia ineludible y al encuentro del lugar sagrado. De manera que, mientras montábamos la tienda de campaña en la ribera del río Segura junto a los cañaverales y al fango reseco por el calor, pensábamos que la piscina nos esperaba muy cerca y que estábamos a punto de consumar nuestro primer anhelo tras una noche y una mañana de marcha sin dormir, extraviados en carreteras y pueblos solitarios, al albur de una peripecia que ya nos pesaba en las espaldas y en las piernas.

Recuerdo que nos comimos un bocadillo parapetados bajo la fina tela de la tienda contra el fuego que caía del cielo y que después dormimos una siesta súbita y violenta. Nos despertamos con sed, estragados por la fatiga y por las altas temperaturas, desanimados y con la conciencia de que tal vez habíamos errado el camino, de que aquel no era el paraíso que habíamos estado buscando con tanta insistencia.

Luego todo resultó más fácil y supimos con una claridad meridiana que nos habíamos equivocado de rumbo. Pagamos la entrada (excesiva para nuestra mermada economía de jóvenes sin trabajo) y entramos a la piscina. Calculamos muy pronto, casi al primer vistazo, que la edad media de los hombres y las mujeres sumergidos en el agua o tomando el sol en las hamacas superaba el límite de la jubilación obligatoria y que aquel espectáculo era más propio de un hogar de recreo para ancianos que la imagen idílica con la que tanto habíamos fantaseado y en la que abundaban los cuerpos jóvenes femeninos bronceándose, las sonrisas perfectas y los miembros moldeados y turgentes.

Y, sin embargo, nos zambullimos en el agua y comprobamos con desagrado manifiesto que estaba caliente como una enorme cazuela de sopa y que todos nosotros nos hallábamos fuera de lugar, extraños en aquel medio hostil, molestos y enojados por lo que ya considerábamos, a todas luces, una extraordinaria metedura de pata.

Nos largamos aquella misma tarde antes de que la noche nos obligara a pernoctar. Anduvimos a pie unos kilómetros hasta Archena, reunimos todo el dinero que nos quedaba y tomamos un taxi de vuelta a Moratalla. Solo cuando vislumbramos la Torre del Castillo y la Plaza de la Iglesia respiramos con alivio. La aventura llegaba, por fortuna, a su término y estábamos, de nuevo, en casa. Aquella noche dormiríamos sin duda a pierna suelta y al día siguiente nos reiríamos de tanta torpeza y volveríamos a referir avergonzados algunos episodios de nuestra hazaña. A cambio, éramos muy jóvenes aún y el verano acababa de empezar.

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