Ya en la calle el nº 1037

El último columpio

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Pedro Antonio Martínez Robles

No sé quién pudo tener la ocurrencia de llamarlo “columpio”, ni por qué. Una banasta, una caja ovalada de madera, más estrecha en la base que en la parte superior para recoger y transportar frutas, hortalizas o cualquier cosa que quepa dentro. Esta posible acepción de la palabra, con el significado que nosotros le damos en esta tierra nuestra, no la recoge el diccionario de la Real Academia Española; sin embargo su imagen, vinculada a la palabra que lo define,  vivió durante décadas entre nosotros hasta formar parte de ese patrimonio cultural de nuestra lengua vernácula, del acervo que nos identifica, y aunque esa acepción que nosotros usamos no la recoja el diccionario de la RAE, sí ha quedado inmortalizada de alguna manera en el Vocabulario del Noroeste Murciano, de Francisco Gómez Ortín, un libro curioso que Pepe Peinado tuvo la gentileza de regalarme en marzo de 1992, siendo concejal de Cultura de nuestro pueblo.

De cualquier manera, hacía muchos años que la imagen del columpio había desaparecido de mi vista y también de mi memoria, hasta que un día, al poco de mudarme a vivir al campo, vi pasar a mi vecino de tierras, Antonio “El Luterio”, con uno de ellos amarrado el portaequipajes de su ciclomotor. Aquel hombre, que poseía la sabiduría de quienes han aprendido a vivir sin prisa, solía pasar casi a diario por la puerta de mi casa y yo admirada su rodar pausado, sus maneras tranquilas y elegantes sobre la moto y, sobre todo, el impecable columpio que llevaba atado detrás del sillín; un columpio bien cuidado que conservaba el esplendor de su hechura original de tan nuevo que parecía, pero que, a buen seguro, tendría ya varias decenas de años, pues aquellas banastas oblongas debieron dejar de fabricarse allá por los años 60, cuando empezaron a imponerse de manera definitiva las cajas rectangulares que hoy conocemos, no sé si más manejables pero sí más cómodas a la hora de apilarlas.

Aquellos columpios abundaban en la plaza de abastos, y en una imagen, ya borrosa, veo a mi abuelo Juan en su pequeño puesto de frutas con uno de ellos en el que rebosaban los racimos de uva, de un verde claro, casi translúcido, almibarado, ofreciéndome unos granos que hacía oscilar entre los dedos, suspendidos en lo alto como si fueran un pequeño péndulo. Nuestra vida acaba siendo un compendio de imágenes que la memoria va desliendo, cubriéndolas de una pátina en la que hasta la luz que recordamos se va tornando amarilla. Esas imágenes no son otra cosa que el retablo de cuanto hemos vividos, hacinadas en algún rincón de nuestra mente, como en un viejo baúl, y un simple objeto puede a veces levantar esa tapa y rescatar del olvido esos perdidos fragmentos de nuestra existencia; por eso, el día en que vi pasar por primera vez a Antonio “El Luterio” con su columpio amarrado al sillín de su ciclomotor camino de su huerta, tuve la sensación de que con la imagen de esa banasta ovalada que nos acompañó durante tantos años y que hace mucho tiempo que desapareció de nuestros escenarios, recuperaba de ese cofre de la memoria la visión de muchos momentos arrinconados en algún lugar de mi cabeza, fragmentos que vuelven a mí atados al último columpio que vi, y que son, al fin y al cabo, las escenas de mi propia vida.

 

27 de febrero de 2021

 

 

 

 

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