Pedro Antonio Muñoz Pérez
Mil números de El Noroeste y un cuarto de siglo después, la comarca que da nombre al periódico ofrece un panorama que hubiera sido imposible adelantar entonces (1997) ni por el visionario más avezado. Adentrados en pleno siglo XXI, ningún cambio o suceso, de los que ha sido testigo fidedigno El Noroeste en todos estos años, hubiera sido previsible, no ya por su naturaleza sino incluso por el hecho mismo de haberse, o no, producido. Nos ha defraudado la dichosa ciencia-ficción. Ni coches voladores, ni robots cogiendo albaricoques, ni otras gaitas fantasiosas. Seguimos, más o menos, en la misma situación, con teléfonos inteligentes y redes sociales, relativamente “modernizados”, eso sí, pero ciudadanas y ciudadanos de la esquina menos poblada y de menor renta de esta región, que continúa siendo, propaganda oficial aparte, una de las más pobres y con mayores cotas de desigualdad de toda España, según todas las estadísticas e indicadores. Y todo ello pese a que en 1997 se creó la Agencia para el Desarrollo de la Comarca del Noroeste, dependiente de la Consejería de Economía y Hacienda, para la implementación y seguimiento de un ambicioso “Plan de Desarrollo Integral del Noroeste”, con un plazo de ejecución previsto para el sexenio 1998-2003.
Claro que conviene no confundir las inversiones rutinarias de cualquier presupuesto, aquellos “gastos corrientes” que la Asamblea aprueba y que ejecuta el gobierno, con un verdadero plan de actuaciones extraordinarias tendentes a mitigar la asimetría y compensar las diferencias estructurales entre las comarcas regionales. Y este tipo de solapamiento destila la propaganda oficial que se puso en marcha al respecto. En el boletín “Andando” (nº3, diciembre 2001), el consejero Bernal daba cuenta del grado de ejecución del plan, afirmando que desde 1998 el gasto público en la comarca alcanzaba la cifra de 20.000 millones de pesetas, sin contabilizar el coste de la autovía, así como desglosaba el alto nivel de consecución de objetivos y las inversiones realizadas en “todas las líneas de acción contempladas”, destacando especialmente la conclusión de la Autovía del Noroeste.
Y es que, por entonces, las expectativas y promesas de modernización iban de la mano de un proyecto estrella: la construcción de una autovía que nos uniera a la capital de la región, liberándonos así del aislamiento y del tópico “atraso secular”, el origen de todos nuestros males y auténtico lastre para el ansiado progreso. La autovía iba a ser el cordón umbilical por donde discurriría la corriente alterna de los flujos económicos y la savia milagrosa que nos redimiría de nuestro malditismo histórico.
16.000 millones después, pagaderos mediante el novedoso sistema del “peaje en sombra”, al módico precio de 1.500 millones anuales más gastos, una hipoteca considerable para los presupuestos regionales, llegó la autovía (2001) y con ella la facilidad para plantarse en Murcia capital en menos de una hora o que los capitalinos pudieran acercarse por aquí en idéntico lapso temporal. Por aquellos años (parece mentira que sea un pasado tan cercano como difícil de recuperar en su exacta memoria), menudearon los “grandes proyectos” como buques insignia favorecidos por esa vía abierta en canal en pleno corazón inmaculado de la geografía regional. Grandiosos planes inmobiliarios (acuérdense de El Roblecillo, como ejemplo palmario) pretendían hacer de la comarca de El Noroeste-Río Mula un parque temático residencial y de ocio para potenciales usuarios de campos de golf. Parques eólicos, cuyos aerogeneradores cambiarían nuestros horizontes serranos, nos convertirían en una zona puntera de la energía renovable. Toda una panoplia de iniciativas complementadas políticamente con la coletilla de “plan estratégico”, esa recurrente declaración de intenciones, más bien un señuelo, que nunca se llega a implementar en todos sus términos.
De todo eso quedan las ruinas (en sentido literal) del estrepitoso colapso de la burbuja inmobiliaria que nos trajo la crisis financiera de 2008, que arrastró consigo a no pocos cargos políticos, y una sensación de fracaso y desengaño que aún está cicatrizando. En general, seguimos en la periferia económica, política y social, por nuestro raquítico peso demográfico y relativa importancia estratégica para los lobbies más influyentes del panorama regional.
Junto a la autovía, y por pura inercia histórica y a fuerza de subvenciones públicas, fueron creciendo polígonos industriales que dinamizaron la economía local (el de Caravaca también, aunque excéntrico por la racanería de no haber alargado la vía cinco kilómetros más). También se han beneficiado el turismo rural y la curiosidad que satura la circulación cuando hay nevada. Y, sobre todo, el desembarco del agronegocio, ávido de nuevos regadíos en lugares de poca contestación social y cuantiosas reservas en los acuíferos. Tal vez los intereses de las empresas exportadoras de productos hortofrutícolas estén detrás del bluf de la reactivación de la autovía Caravaca-Lorca, inversión que a algunos nos deja perplejos.
A día de la fecha, no conozco ninguna evaluación objetiva sobre el impacto socioeconómico de la Autovía del Noroeste en los municipios de la comarca y en el conjunto de la región. Tampoco hay noticias (aunque algo empieza a removerse) del necesario e irrenunciable trazado de la autovía que conecte Fuente de la Higuera con Cúllar, restituyendo por fin el histórico camino de Levante hacia la alta Andalucía, que nos escatimaron cuando no se construyó el ferrocarril a finales del siglo XIX y principios del XX. Antes y ahora, los caminos son como aquella serie antigua que se llamaba “El túnel del tiempo”, agujeros de gusano que igual nos remiten a las brumas del pasado como nos abren a un futuro incierto. El Noroeste seguirá aquí para contarlo.