Ya en la calle el nº 1036

El sueño de Los Tunelillos

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Pedro Antonio Martínez Robles

Mi tío Antonio conoció la sensación del teleférico antes de ver la cabina colgada de los cables en la Casa de Campo aquel atardecer de 1969, cuatro años después de llegar a Madrid emigrado desde Calasparra, cuando Madrid era, todavía, «una ciudad de más de un millón de cadáveres». Se fue (o se lo llevaron las circunstancias de las que nos hablaba Ortega) porque en Calasparra el esparto había dejado de ser una fuente de trabajo y ya no había quien desarmara las atochas en el monte ni gente que rastrillara el esparto ni picadoras que levantaran los mazos ni hiladores para hacer sogas ni contabilidad que llevar en la fábrica del Tío Pájaro. Por eso se fue; pero antes de llegar a Madrid creció y vivió aquí, en este pueblo nuestro al que unas vagonetas cruzaban desde la Minas de Gilico hasta la estación del ferrocarril, atravesando la Sierra del Molino por dos túneles simétricos que parecen dos ojos de cuencas vacías al principio de la sierra, en las estribaciones del castillo, antes de la quebrada del río Caravaca y del paraje de Los Albares, al otro lado del monte, cuyos pinos centenarios perdonó inexplicablemente el incendio de 1991 que arrasó el resto de la pequeña cordillera. En aquellas vagonetas que transportaban el mineral de hierro y que dejaron de funcionar durante la II República soñó viajar mi tío alguna vez, al verlas pasar desde los terraplenes del castillo mientras jugaba, para mirar el mundo desde arriba y darse cuenta de que cuanto más se aleja uno de él más grande parece. Después del acantilado de Los Tunelillos la altura se hacía temible y la distancia hasta la Estación del Cable, en el ferrocarril, inalcanzable siquiera para la vista. Se asomaban los críos a los ojos sin globos ni pestañas de Los Tunelillos para ver alejarse las vagonetas cargadas de mineral de hierro y soñar que iban en ellas para ver a vuelo de pájaro la Cuesta del Chorrador, los olivos de La Florida, el paraje de Casablanca, la vega de El Esparragal, de punta a punta, y la de Rotas. Aquella reminiscencia debió sentir mi tío cuando vio, 40 años después, las cabinas del teleférico en la Casa de Campo de Madrid y se acordó del vuelo imposible de las vagonetas cargadas de mineral de hierro hacia los Llanos de la Estación.

Hace unos años, mientras visitaba Madrid, no pude sustraerme a la tentación de realizar un viaje en el teleférico con mi familia. Mi tío nos acompañó pero no subió en él; nos vio alejarnos despacio, colgados del cable, camino de la Casa de Campo; fue para nosotros, como suele decirse sin que a mí me guste la expresión, una experiencia más que quizá mis hijos olviden pronto. No tuve entonces la ocurrencia de preguntarle a mi tío si él, por fin, había viajado alguna vez en el teleférico y si seguía soñando con las vagonetas que llevaban el mineral de hierro desde las Minas de Gilico hasta la Estación del Cable, a través de Los Tunelillos.

 

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