Ya en la calle el nº 1037

El Sordo de la Luz

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José Antonio Melgares Guerrero/Cronista Oficial de Caravaca y de la Vera Cruz.

Otra de las personas que entre la sociedad caravaqueña del ecuador de siglo pasado fueron referente para muchas cosas, fue Antonio Torrecilla Asturiano, popular y cariñosamente conocido en la ciudad y en el campo como El Sordo de la Luz y no como sobrenombre despectivo sino por la minusvalía que le acompañó durante gran parte de su vida, que en absoluto le impidió el ejercicio laboral como trabajador relacionado con el mundo de la electricidad.

Antonio vino al mundo en Caravaca el 12 de abril de 1916, como cuarto fruto del matrimonio integrado por Virgilio Torrecilla y Cristina Asturiano, quienes además aportaron a la sociedad local, desde la C. del Poeta Ibáñez donde siempre vivieron, otros siete hijos: Presen, Virgilio, Noé, Ataulfo, Cristina, Carmen y Presentación (mujer esta última del Rojo Romeral).

El padre era electricista, y a los once años Antonio ya estaba incorporado al mundo del trabajo ayudando a aquel en su actividad. La Guerra Civil le sorprendió cumpliendo el servicio militar, lo que le obligó a seguir en el Ejército hasta el final de la contienda. Participó en la Batalla del Ebro que tuvo lugar el las últimas semanas del año 1938. Fue en este tiempo cuando, embarcado por razones estratégicas, sufrió el desgraciado accidente por el que, tras estar cuarenta días en coma profundo, en un hospital de Tarragona, perdió el sentido del oído de manera irrecuperable. El gran golpe sufrido al caer por una trampilla desde la cubierta del barco a la bodega del mismo, fue la causa de la sordera profunda que le acompaño desde entonces durante toda su vida.

Antes de ir a la guerra había contraído matrimonio con Juana Moya Sánchez, estableciendo el domicilio familiar en la calle del músico Luís Nogueras (hoy Hoyo) y casa adquirida a Ginés Caravana, donde nacieron sus seis hijos: Virgilio, Fernando, Antonio, José Luís, Joaquín y Juan.

Antonio fue durante toda su vida, desde que se recuperó del accidente que le dejó sordo, la imagen viva de la electricidad local, en un tiempo de muchas carencias en el fluido, de largos apagones causados por la lluvia, las tormentas y la nieve invernal, por sobrecargas en todo tiempo y por roturas en los tendidos. Electricista del Ayuntamiento, era el encargado de activar cada tarde y desactivar por la mañana, el servicio de iluminación callejera en los diversos transformadores que había en la ciudad (ubicados, como recordará el lector, en el Pilar, el Hoyo, la C. Larga, la de la Cruz y en la cuesta del Castillo), actividad sin horario fijo que tenía lugar según la hora de salida y puesta del sol.

Como empleado municipal también se encargaba de sustituir las bombillas fundidas en el alumbrado público, por lo que no era nada extraño verlo por las calles, a cualquier hora del día o de la noche, escalera en mano o subiéndose a aquellos palos de la luz sobre los que había una lámpara o sostenían el tendido, provisto de cinturón de cuero y trepadores  como calzado, con la habilidad de un experto; y atendiendo en su propio domicilio, a horas prudentes e imprudentes, a personas que avisaban de defectos y sustituciones en las instalaciones callejeras. El trabajo aumentaba cuando se estropeaban las líneas del Barranco del Moro, generalmente en invierno, lo que motivaba la actividad a destajo, sin interrupción ni días festivos.

Durante muchos años compatibilizó la actividad pública municipal con la de la empresa suministradora del fluido eléctrico. Primero denominada El Chorro, luego La Sevillana, después La Eléctrica del Segura y, finalmente, Hidroeléctrica Española (hoy Iberdrola), junto a su hermano Virgilio, Tomás el Cobrador y José; habiendo sido sus jefes a lo largo del tiempo, Manuel Quiñonero, Tomás Sánchez y Rafael Fortis Oliver.

El trabajo en la empresa obligaba a desplazamientos continuados a las pedanías del campo a las que, en su inmensa mayoría, se las dotó de luz eléctrica durante su época laboral.

Junto al trabajo público y empresarial, Antonio sacaba tiempo para trabajos particulares, haciendo instalaciones que sus hijos recuerdan en las Esquinas del Vicario, la calle Gregorio Javier y El Jardinico, entre otras, suministrándole el material necesario, primero la empresa Electrofil de Murcia y luego Feliciano Morenilla.

De cultura autodidacta, fue empedernido lector de novelas, lo que le facilitó gran fluidez en la capacidad de redacción, actividad que aprovechaban vecinos y amigos para solicitar su ayuda a la hora de redactar escritos e instancias de diversa naturaleza. Su gran corazón y humanidad le llevó a abonar por su cuenta, recibos de luz pendientes de pago, de gentes que sabía no podían pagar, y a colaborar desinteresada y anualmente con la cofradía de la Cruz en la entonces complicada iluminación del Carro de la Patrona, durante las procesiones de mayo, a base de mangueras de cables conectadas a puntos eléctricos callejeros (a lo que se refirió Mariano García Esteller, en la revista de Fiestas de 2011), organizando y dirigiendo el grupo de personas encargadas de ello.

De vida muy ordenada, diariamente se levantaba temprano, se aseaba en la pila del patio doméstico y, tras hacer el recorrido por los transformadores apagando la iluminación callejera, tomaba su habitual paloma en la fábrica de aguardiente de Ángel López Guerrero (en la Canalica), y acompañaba a su mujer a desayunar en la cafetería Dulcinea tras adquirir churros en el quiosco del Linero, situado en la entrada trasera del mercado de abastos. Desde ese momento el trabajo era ininterrumpido a lo largo de toda la jornada, no impidiéndole ello, sin embargo, el encuentro con los amigos: Javier el del 33, Casimiro Domaica (el Relojero), Montiel el Conole, los barberos Pedro y Juan José Firlaque y el Moreno entre otros.

Sólo dos de sus seis hijos (José Luís y Fernando), le siguieron en la actividad profesional, actividad que se había iniciado con su padre, Virgilio, quien murió víctima de la misma. Todos le siguieron sin embargo (activa o pasivamente) en la afición musical que él inició, siendo un virtuoso en el manejo de la mandolina.

Nunca estuvo enfermo, sin embargo un mal diagnóstico le llevó a contraer un cáncer intestinal que le llevó a la tamba, con 62 años, el 17 de mayo de 1978, sólo dos años después de haberse jubilado, y pocos meses después de haber ascendido a sargento en el cuerpo de ingenieros del Ejército español, al que siempre perteneció como Caballero Mutilado.

Querido, respetado y necesitado por todos, jamás su minusvalía auditiva le condicionó ni laboral ni social ni afectivamente. Leía a la perfección en los labios de sus interlocutores y podía mantener una conversación relativamente fluida sin problemas. Todo ello ha hecho del Sordo de la Luz un personaje digno de figurar, por derecho propio, en el virtual cuadro de honor que los caravaqueños conservamos cuidadosamente en nuestra memoria y también en nuestro corazón.

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